#SeresBahienses
🧐 Walter Tuckart, tecnólogo y docente de la UNS: aplicar con clase
15/4/2022 | Nuestra gente, nuestra mirada, nuestra ciudad.
Walter Tuckart nació en Bahía Blanca, tiene 49 años, estudió Ingeniería Mecánica en la Universidad Tecnológica Nacional y desde 1993 trabaja en la Universidad Nacional del Sur: es profesor en el Departamento de Ingeniería e investigador independiente del Conicet en el Instituto de Física del Sur (Ifisur).
—Lo que hace el ingeniero es resolver problemas que se le plantean desde el punto de vista tecnológico y optimizar los problemas. Es decir, frente a una situación, tratar de hacerla mejor: más liviana, más fácil de fabricar, más económica… —le explica a 8000.
Se define como un tecnólogo. Pertenece a la Carrera de Investigador Científico (CIC) de Conicet, pero diferencia:
—Un científico hace un trabajo sistemático ante un determinado aspecto a evaluar, tratando de buscar metodológicamente la respuesta y la justificación. Y el tecnólogo trata de salvar la brecha entre esa investigación y la aplicación práctica.

Walter dice que no hay un factor más importante que el otro. Es clave que haya ciencia básica, que haya ciencia aplicada y que luego los tecnólogos traten de convertirlo en un desarrollo. Que traten, sí: porque puede fallar.
—Eso es algo que nos cuesta entender, como sociedad somos muy latinos. Ya lo vimos en el Mundial: ¿qué hubiera pasado si la pelota de Kolo Muani entraba? Éramos todos unos perdedores… Y en un desarrollo tecnológico hay muchas etapas en las que puede quedar inválido, en las que no se puede salvar…

—¿Se aprende más de los errores?
—Definitivamente. Tenemos de cabecera una frase de Marcelo Bielsa, que dice que la vida en líneas generales es construcción, que los objetivos se alcanzan de vez en cuando, pero lo importante no es ser exitoso, porque eso se consume rápido.
Y agrega otra de Bielsa: siendo DT del Leeds manifestó en conferencia que estaba seguro de que acá todos lo consideran un perdedor por el Mundial de Corea-Japón (2002), donde no pasamos la fase de grupos tras arrasar en las Eliminatorias.
Para Walter y su equipo, es todo lo contrario. Y se lo hicieron saber:
—Le mandamos un mail en inglés. No respondió, pero nosotros hicimos lo que había que hacer: hacerle saber. El mail terminaba así: “Señor Bielsa, queremos que sepa que un par de personas en el sur del continente americano no sólo no consideran que usted es un perdedor, sino que además lo consideran un sabio”.

La ingeniería mecánica llegó a su vida por una continuidad lógica: en 1992 se recibió de técnico mecánico en La Piedad. Su duda era otra: estudiar en la UNS o en la UTN.
—El profesor Pedro Tenina, que daba clases en las 2, me dijo: “El título lo hacés vos”.
Entonces se fue a la UTN con 7 compañeros que también querían estudiar y trabajar. Y con el tiempo descubrió que el profe tenía razón: el título no es sólo la carga de lo que vas a estudiar, sino también la motivación y las ganas de aprender que tengas.

Le costó recibirse: tardó 9 años, cuando “lo esperable es 6”. Pero fueron tiempos de mucho sacrificio. A la mañana trabajaba como técnico no docente en un laboratorio de la UNS, a la tarde se dedicaba a construir su casa y a la noche estudiaba.
Y andaba en los 20 años, una etapa con “demasiada cantidad de distracciones”: así se le juntaron finales y llegó al final de la carrera con 13 por sacar.
—Me puse la meta, y era prácticamente 1 por mes. Tenía una disciplina férrea de dedicarle todos los días 4, 5 o 6 horas. Vivía solo, así que era dedicarle y no parar.

Walter eligió la ingeniería mecánica para satisfacer la curiosidad, pero su trabajo en la UNS y las visitas a universidades europeas le fueron cambiando la visión: allá, dice, los laboratorios tienen un enfoque distinto, porque no se sientan a estudiar sólo porque es interesante, sino porque también le puede llegar a servir a alguien. Y así obtienen recursos para equipar sus laboratorios o para los grupos de trabajo.
Hoy la UNS trabaja en esa dirección y tiene 500.000 dólares en equipamiento.
—Pero lo más importante son las personas. El equipamiento en algún momento va a aparecer, pero si vos no tenés a la persona, no tenés la gente, no tenés el grupo de trabajo, el equipo va a quedar obsoleto, sin uso.

—¿Es difícil enseñar hoy?
—Uno debe adaptarse a la forma de llegarle al alumno. Hay una entrevista del entrenador de vóley Julio Velasco que me gusta mucho y dice: “No importa lo que vos digas, lo único importante es lo que le llega al otro”. Entonces, vos podés enojarte porque el alumno no presta atención como prestábamos nosotros hace 25 o 30 años, pero el alumno no va a cambiar. Más que difícil, es el desafío de tener la capacidad de autocriticarse y corregir cosas para que sea más atractivo y el mensaje, más eficiente.
- La clave entonces es que el estudiante forme un criterio propio, porque la información está en los libros, pero hay que saber dónde buscar, a qué prestarle atención.

Según Walter, hoy las clases son más divertidas de lo que eran hace una década: él podría pararse y hablar 4 horas seguidas, pero nadie le prestaría atención. Entonces busca por otro lado, para que aprender sea más atractivo.
—Hacemos clases invertidas. Antes de entrar, escondemos debajo de los bancos un tema real, dividimos en grupos y les pedimos que resuelvan el problema y armen una presentación para contarles a sus compañeros.
El resultado es superbueno, dice. Y para este año también hay una propuesta diferente para la presentación final: además de un PowerPoint, los estudiantes deberán hacer un video de TikTok que sea divertido.

—¿Y es divertida la matemática?
—Depende cómo te la presenten. Hay un razonamiento lógico que no se puede evitar, porque la disciplina es así, pero mostrar para qué, en dónde y cómo lo voy a usar es clave para poder motivarte a que te resulte más agradable.
—¿Qué es lo que más disfrutás de tu trabajo?
—La gente. Trabajamos un montón; no hay sábados, algunas veces no hay domingos, pero tenemos un grupo en el que resulta agradable trabajar. Los viernes, por ejemplo, es día de medias locas: venimos todos con medias ridículas y competimos por ver quién tiene la media más ridícula; es una pavada, pero resulta descontracturante. Lo más agradable es la relación con las personas, y por supuesto los estudiantes están dentro de ese grupo.

Walter pasa mucho tiempo con los jóvenes y no comparte cierta mirada pesimista que suele haber: son distintos, no peores.
—Crecieron con otro entorno y tienen otras habilidades que nosotros no tenemos. Y con respecto a lo que pasa por ejemplo con mis hijos, yo no puedo decir que nosotros pasábamos hambre porque no es verdad, pero sí que había otras cosas: en mi casa sólo se tomaba gaseosa en los cumpleaños o en Navidad, y hoy mis hijos van a la heladera y sacan; las masitas venían en una caja grande, se ponían en una bolsa y comías cuando estabas enfermo o en un cumpleaños, no había de libre disponibilidad; yo me iba desde la UTN a mi casa a las 12 de la noche en bicicleta, hoy te piden que los lleves…
Sí hay un cambio social que no es como le gustaría: estamos divididos, vamos de crisis en crisis, no se atacan los problemas finales:
—Si a los jóvenes no se les da la posibilidad de pensar qué van a hacer a largo plazo, hay cosas que no se pueden llevar apropiadamente adelante. Hay 2 cosas que no son de satisfacción inmediata: el trabajo y las relaciones. Requieren tiempo y eso es un problema, porque ahora todo es a corto plazo, todo tiene que ser solucionado rápido.

—¿Así que construiste una máquina de la NASA mirando una foto?
—Sí, sí, está allá —dice, señalando el fondo del laboratorio—. No teníamos recursos para comprar equipos y la codirectora de mi tesis, Elena Forlerer, me mostró una foto de un laboratorio de la NASA en el que había un equipo de ensayo razonablemente interesante para construir. Y, bueno: agarré la foto y construimos un equipo igual. Sirve básicamente para hacer ensayos de fricción, desgaste, lubricación, y así evaluar materiales. Ahora está a punto de ser desarmada y mejorada: ya tiene 20 años…

En su staff están Gustavo Montesi y Germán Prieto, y hacen trabajos para empresas como Tenaris y Siderar (ambas del grupo Techint). Las ganancias se reparten entre la Fundación de la UNS, el Rectorado, el Departamento de Ingeniería y el grupo de trabajo.
Desde 2008 se especializan en el área de tribología, una ciencia interdisciplinaria basada en el conocimiento y la experiencia de diferentes campos (ingeniería mecánica, química, etcétera), que estudia la fricción, el desgaste y la lubricación de materiales.
Entre las concreciones que a Walter le generan mayor orgullo figura un equipo con la capacidad de trabajar con atmósfera controlada: tardaron 5 años y también participó Alfredo Juan del Departamento de Física, más colegas de Uruguay y Holanda, y todo quedó plasmado en 17 páginas de Tribology Letters, “la mejor revista científica”.

La UNS es su casa, su todo: ahí pasó 30 de sus 49 años y conoció a la entonces estudiante Karina Neuman, hoy profesora de Agrimensura, su esposa y la mamá de sus hijos Ana Irina, Lucía y Juan Antonio, de 17, 14 y 11 años, respectivamente.
—¿Cómo ves el nivel académico de la universidad?
—Superbién. Hay ciertas cosas en las que me gustaría mejorar, pero fui a varios lugares y no hay absolutamente nada que envidiar. El nivel de exigencia es muy bueno.
Pero hay una salvedad: con respecto al alumno de grado, es difícil compararse con Europa o Norteamérica porque la forma que tienen de enseñar allá es diferente.
—En Estados Unidos, por ejemplo, un estudiante generalista si no tiene una maestría o una especialización difícilmente pueda compararse con uno de acá y trabajar. Allá se convierten en superespecialistas en una cosa, porque tienen un mercado gigantesco. Acá no podemos hacer eso: nuestro ingeniero tiene que estar preparado para una variedad importante de cosas. En el posgrado, en cambio, la situación se equipara.

Según Walter, la ciencia sirve para encontrarle un porqué a las cosas. Y Bahía Blanca es un buen lugar para esto, aunque falta algo importante: la creación de un ecosistema; es decir, un ámbito que les resulte de interés a diferentes grupos y permita generar conversaciones que a futuro generen mayor vinculación.
—Hoy trabajamos con unos colegas de Ingeniería Química, mañana viene uno de Eléctrica…, pero son impulsos espasmódicos. Hace falta algo más estructural.
Y también deben estar incluidas las empresas y el público:
—Eso puede ser exitoso, pero tiene que haber ciertos factores y uno es el económico: si vos no tenés un clima que permita tener previsibilidad a cierta distancia es difícil que haya una vinculación empresas-universidades, porque el desarrollo requiere de tiempo y dinero, y si la empresa no sabe de cuánto va a disponer, el tiempo está acotado.

—¿Qué le dirías al Walter de los comienzos?
—No haría nada diferente de lo que hice. Es cierto que la universidad me llevó un poco más de lo que debería haber sido, por eso creo que concentrarse y focalizarse. Una vez, en segundo año, salí mal en un final de Estadística y el profesor Roberto Pavone se sentó al lado mío y me empezó a contar en qué me había equivocado. Yo le dije: “Esto no es lo mío, no es para mí”. Y se quedó tieso y me dijo: “¿Cómo vas a decir eso? No te falta tanto, preparate de vuelta y vas a conseguirlo, pero ¿cómo vas a abandonar?”. Creo que eso le diría: no hay que tirar la toalla, no hay que aflojar.
Producción, videos y edición audiovisual: Tato Vallejos
Producción y texto: Belén Uriarte
Fotos: Eugenio V.
Idea y edición general: Abel Escudero Zadrayec
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⛪🧔 Javier Di Benedetto, sacerdote: el divino amor crítico
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—Lo más lindo es ser reconocido como un vecino. Jesús era un vecino —le dice a 8000 el sacerdote católico Javier Di Benedetto, que tiene 39 años y es el actual párroco de Sagrado Corazón de Jesús, en la vecina Médanos, partido de Villarino.
Como vecino también se siente más cómodo. Siempre se lo ve por el pueblo, haciendo las compras, practicando algún deporte, charlando con la gente…
—Que me llamen cura, padre o sacerdote es lo mismo, pero yo prefiero que me digan Javier, porque es el nombre que me pusieron, con el que me bautizaron.
Javier nació en Avellaneda y a los 6 años se vino a Bahía con su familia. Es hijo de Rosalía y Vicente Juan (a quien llamaban Enzo por la contracción de Vincenzo, que es Vicente en italiano) y es el segundo de 4 hermanos: llegó después de Lucas y antes de Enzo y Marcos. Un entorno varonil, que se acentuó con la llegada de sus sobrinos Salvador, Valentino y Martín.
Los primeros tiempos bahienses transcurrieron en el barrio Espora, hasta que los Di Benedetto se instalaron en el macrocentro: Javier anduvo por la zona de Sarmiento y Granaderos hasta los 23, cuando decidió entrar en el seminario.

—¿Recordás cómo fueron los inicios de tu relación con Dios y de tu vocación?
—Es un poco difícil de responder puntualmente, porque es toda la historia de uno… Lo que recuerdo de la infancia es a mi mamá enseñándonos a mí y a mis hermanos la oración “Ángel de la guarda”; mi papá tenía un trabajo que le demandaba hacer guardias, o sea que algunas noches no estaba con nosotros… Y después, como familia, nos bautizaron, nos llevaron para tomar la primera comunión…
A los 15 se sumó a Acción Católica en San Luis Gonzaga.
—En la capilla San Pantaleón de Bella Vista fui dirigente de un grupo de Acción Católica y eso me motivó a tener cierta responsabilidad, a leer más para estar a la altura de las preguntas de los chicos, y a partir de ahí surgieron mis preguntas un poco más serias, existenciales, sobre mi vocación, sobre la Iglesia, sobre Dios.

—¿Reconocés algún momento en el que dijiste: “Esta es mi vocación”?
—Sí, hay un hito: cuando fuimos a misionar durante 2 veranos seguidos con el grupo de San Pantalón a un pueblito muy chiquito cerca de Maquinchao (Río Negro) que se llama Pilquiniyeu. Teníamos una mística muy linda de un Jesús con el mate, cercano, escuchador, dialogante, vecino… Y a partir de esa mística, me sentí atraído.

Al volver, le anunció a su familia: “Me voy a hacer cura”.
—En ese momento no estaba tan deconstruido. Lo veía como algo especial, no como cualquiera que elige cualquier carrera. Mi papá había fallecido no hacía mucho; estábamos movilizados como familia o con el duelo muy a flor de piel, y se vivió con mucha emoción. Fui el primero en irme de casa, pero se vivió con alegría.
—¿Tus amigos lo entendieron?
—Como entender, sí. Pero les parece raro, obviamente. A mí me gustaba y me sigue gustando el rock, también pesado, e íbamos a lo que se llamaba Kasarock (una movida de Memo Galassi que funcionó en Saavedra al 700 y en los galpones del tren de Chile y Fitz Roy). Como que no cerraba con esa imagen o ese imaginario que se tiene sobre los sacerdotes.

Fanático de Los Redondos y del Indio Solari, Javier pasó por el conservatorio de música (toca la guitarra) y luego estudió durante 8 años (4 de filosofía y 4 de teología) en el seminario de Mercedes-Luján, entre 2007 y 2014. Lo más difícil de esos años fue la convivencia.
—Soy muy crítico de las estructuras del seminario como formación. Me parece que hay que revisarlas. Es un período en el que estamos muy aislados: tenemos salidas pastorales, o sea, prácticas, contacto con el exterior, pero todavía se vive muy al modo de internado. Eso es lo más difícil. Y pedir permiso para las cosas, ya siendo uno adulto… no responde a la realidad de esa edad y a la cultura en la que vivimos.

En 2015 lo ordenaron diácono en la Catedral bahiense y 1 año más tarde se consagró como sacerdote en María Auxiliadora de Punta Alta. Arrancó su ministerio acá, como cura de la Catedral, hasta que partió a Médanos a principios de 2019.
—¿Cómo definís a Dios?
—Mi lema de ordenación sacerdotal (los curas solemos elegir una frase que nos represente, mayormente de la Biblia) es “Dios es amor”.

—¿Dudaste alguna vez de este camino?
—Sí. En el seminario varias veces. Y está bueno, porque es como todo, como la vida de familia o de pareja… Esas oportunidades son grandes motivadores para ver dónde uno realmente está arraigado. Las dudas son constantes.
—¿Y qué te sostiene?
—Hay 2 cosas. Una cuestión más difícil de explicar, que yo llamaría mística, que son los momentos de oración. Para mí, la oración es la meditación, el encuentro con uno, estar tranquilo un ratito… Una fuente donde uno encuentra la verdad de uno frente a Dios y con Dios; siento que es un lugar confirmatorio hasta el día de hoy. Y por otro lado, el eco de las personas, la devolución, que es muy gratificante: “Fuiste a visitar a mi mamá y le diste una palabra de consuelo”, “me sentí muy bien con esto”…

Un par de veces por semana Javier se viene a Bahía para cumplir funciones como coordinador de pastoral en el colegio María Auxiliadora. Es un rol de gestión.
El resto del tiempo lo dedica a la parroquia medanense, que abarca Argerich, La Mascota, Chapalcó, Algarrobo y Teniente Origone.
—Ser un vecino no es solamente conformarse con que la gente vaya a misa. Es ir a visitar mucho, escuchar mucho, meterse en lugares… ¡Es muy lindo! Ahí todavía permanecen esos boliches ruteros, como “Lo de Caraballo” en Argerich o “Lo de Cañete” en La Mascota: de alguna manera, son mágicos en el tiempo, en el modo de vinculación. A veces les resulta raro ver al cura ahí tomando algo… Y está la pregunta típica: “¿Los curas pueden tomar alcohol?”. “Entre otras cosas”, se responde.

—¿Son espacios que usás para hablar de Dios o vas a distenderte?
—Yo le pondría un “y”. Uno va más como un vecino, me parece; es lo que yo encuentro como modo de vida, no sé si hay que hablar tanto de Dios…
—Y en la ciudad, siendo más anónimo, ¿qué te dicen cuando decís que sos cura?
—A algunos les resulta raro y me dicen el piropo más lindo que puedo escuchar, que es: “No parecés cura” —se ríe Javier—. Editen. ¡Editen todo!

Se ríe bastante, Javier. Cuenta que atravesó un proceso de deconstrucción y que ya no se siente identificado con ciertas posturas que piensan a los sacerdotes como seres raros.
—Tienen que ver con el lado del poder, con las relaciones de poder dominante. El Evangelio dice bien claro que “los poderosos hacen sentir su poder”. O sea, el que tiene un poquito de poder por cuestiones de la vida: “Acá estoy yo que soy el jefe”, “callate, que yo mando”… Y Jesús dice: “Entre ustedes no debe ser así”. Pero se ve que en la Iglesia primitiva, como en toda comunidad humana, hay uno que quería ser más que otro.
Las cosas van cambiando de a poco, dice, por impulso del Papa Francisco.
—Leer su escrito “La alegría del Evangelio” (Evangelii Gaudium) fue hermoso. Yo digo que corrió la línea del offside: pensé que estaba en offside, pero miré y estaba adentro. Por eso decía: no sé si hay que hablar tanto de Dios, sino vivirlo. Y eso contagia.

—¿Qué respondés si alguien te hace algún planteo sobre la homosexualidad, el aborto…?
—Lo más lindo se da cuando hay espíritu de diálogo. Pero tengo la experiencia de que en temas así, álgidos, es difícil dialogar. No hablo de convencer o estar de acuerdo, sino de dialogar: vos hablás, yo te escucho; yo hablo, vos me escuchás. Me parece que sobre la Iglesia y los curas hay mucho de prejuicio, de desconocimiento…
Puertas adentro ciertas cosas no son como suelen imaginarse:
—Me molesta que la Iglesia quede como que ahora es copada con Francisco aceptando la homosexualidad. Es un discurso vacío… Me acuerdo de una cena que tuvimos con curas que creía muy abiertos, y ahí me di cuenta de que no. Debatían si en un retiro debíamos aceptar o no… Y dije: “¿Y si nos preguntamos por qué tenemos que ponernos en lugar de aceptar o no? Es un lugar de poder. Me parece que la orientación sexual, la elección de cada persona, es una cuestión de la persona…”.
—¿Te echaron de esa reunión?
—No, cambiaron de tema, como pasa en la familia… Pero se cortó con una brutalidad… Me decían que era medio raro por pensar así y terminé diciendo: “Lo que pasa es que la mitad del clero es homosexual y hasta que no reconozcamos eso…”. Una cosa así respondí… Encima dije 2 brutalidades en 1: dije “Somos”. Medio fuerte. Ahí se terminó la conversación. Pero, bueno… yo también… me suelen enojar ciertas cosas.

Apenas nos recibió, Javier dijo:
—Ah, de 8000… pará, que no puedo, con la nota que pusieron de los abusos…
Quedamos atónitos. Pero enseguida aclaró:
—Fue un chiste lo que hice. Obviamente, vamos a hacer la nota. Está todo bien.
—En lo personal, ¿qué te pasa con el tema de los abusos?
—Una repulsión total. Ahí el Papa Francisco tiene una lucidez cuando liga el abuso de poder y el abuso sexual. Eso tiene que ver con el tema de la no denuncia, con que hay una manipulación de conciencia, ¡es gravísimo! Y algo que se habla livianamente y se debería profundizar es el ligar directamente el tema del celibato con el abuso: eso no tiene fundamento psicológico. Dicen: “Mañana se acaba el celibato sacerdotal, por ende se acaban los abusos”. Y no, no va a ser así.

—¿Cumplen el celibato los curas?
—No sé. Tengo que responder que no sé.
—¿Vos estás de acuerdo con el celibato?
—Hay que revisarlo. Eso también voy deconstruyendo, porque por un lado te dicen que es libre, en el sentido de que cuando elegís ser cura, elegís ser célibe y no es que se te impone. Pero yo quiero ser cura, por ende tengo que ser célibe… Me parece que no tiene muchos años más: se va a revisar. ¿Y qué va a pasar? Algunas personas van a decir: “Lo venía diciendo hace 30 años”. Y otras se van a rasgar la vestiduras: “No puede ser. Me cambiaron la Iglesia”. Bien lo dice el Papa Francisco: el celibato no es la esencia del ministerio sacerdotal. Que sea una recomendación, que uno vive para dedicarle todo el corazón a lo que hace, tiene su cosa fundamentada. Pero no es la esencia.
Lo que hace falta es un proceso de honestidad, asegura.
—No centrarnos tanto en temas no tan centrales, que parecerían vendehumo, como el celibato. Si la Iglesia sigue entrando en un proceso de honestidad, las cosas van a cambiar por sí solas. ¿Por qué ocultar cosas que no hay que por qué ocultarlas?

—¿Qué te produce escuchar frases como “¿Por qué no venden el oro del Vaticano?” o “El Estado mantiene a los curas”…?
—Son lugares muy comunes que se escuchan en alguna sobremesa dominical. El tema del oro va muy arraigado a que son obras históricas y que destruirlas sería un atentado al patrimonio de la humanidad. Y el dinero es un tema del que hay que hablar: yo mismo hace poquito tuve que plantearle a la gente que la parroquia de Médanos no puede mantener un sacerdote y que necesito trabajar en otros lugares para vivir, y dije, para que no se viva como algo culpógeno, que tiene que ser así: no tenemos que ser seres extraordinarios, tenemos que laburar como cualquier hijo de vecino.

Javier explica que los sacerdotes no tienen un sueldo fijo ni reciben plata del Estado: sólo les dan un aporte a los obispos, que luego se distribuye en las parroquias y en el sostenimiento de otras obras.
¿Y entonces de qué viven los curas?
Los diocesanos suelen bancarse con algo de las ofrendas que hacen los fieles en sus parroquias. La otra parte se usa para mantenimiento y demás gastos.
Sin embargo, en localidades pequeñas no alcanza.
Por eso, Javier tiene 2 ingresos para llegar a fin de mes. Prefiere no hablar de números, pero se trata de un monto mediante las ofrendas y su sueldo como coordinador de pastoral en María Auxiliadora.
—Hay una tendencia, que tiene que ver con lo que Dios quiere. No adhiero a la tragedia griega o el destino fatal, pero con la disminución de vocaciones, ojalá se vaya disolviendo lo del sacerdote como alguien extraordinario. Prefiero más lo ordinario.

Ese es el prejuicio que más le molesta: que piensen que los curas son especiales.
—Está la típica: “Usted, padre, que está más cerca de Dios…”. Pero según el Dios en el que creemos nosotros, un Dios que dio su vida en la cruz, los que sufren están más cerca de Dios, los que reciben injusticias, los que no son escuchados, los que son víctimas de abusos…

—¿Qué decís si una persona te plantea que Dios no existe?
—Hay que ver por qué lo dice. Muchas veces queremos ponernos en el lugar de aconsejar, y no: hay que ver qué está viviendo la persona. A veces está enojada con Dios, y la libera escuchar que eso está en la misma Biblia, que enojarse con Dios es darle entidad, no es decir “no existe”. Mucha gente sufrió la pérdida de algún familiar, se le juntaron problemas económicos y mira el cielo y dice: “¿Dónde estás, Dios?”. Eso es un acto de fe tremendo, tremendo. Para mí, es una cuestión de considerar lo sagrado del otro, y a veces es arremeter contra una tensión que es más de uno que del otro: ¿por qué tengo que convencer a alguien de que Dios existe?, ¿para dormir bien yo? Es egoísta.

Hay otra cuestión: la gente ya no se acerca tanto a la Iglesia. Pero, para Javier, eso no es un problema: no hay que pensar tanto en lo cuantitativo.
—Es un gran engaño. ¿Por qué iba la gente antes? Porque era obligatorio, porque era precepto y porque a veces se manejaba con la lógica del miedo, o del cumplimiento. ¿Por qué no nos preguntamos sobre lo cualitativo? ¿Por qué venían antes y por qué vienen ahora? Esas preguntas me parecen mucho más interesantes.

Caminando por la Plaza Rivadavia, Javier cuenta que Bahía es la ciudad que recibió a su familia, donde nació su hermano más chico, de la que se llevó un montón de experiencias y vínculos… Aunque advierte:
—También tengo muchas críticas con Bahía.
—¿Cómo cuáles?
—A veces, se visibiliza mucho lo del centro y pareciera que es sólo eso. Pero Bahía Blanca también son los barrios y lo que ocurre más en la periferia. Tal vez solemos ocultar cosas que están pasando, como adicciones, vulnerabilidad social. Me acuerdo, cuando estaba en Catedral, de que estaban debatiendo sobre la cuestión internacional en el Municipio y tenían pibes durmiendo en la Plaza Rivadavia. Algo muy fuerte…

—También sos muy crítico con la Iglesia, pero aún así permanecés…
—Sí, eso es lo raro. Yo amo a la Iglesia. La Iglesia, para mí, no es solamente una institución: la Iglesia es la comunidad de los creyentes. Hay algo muy lindo en eso, de mucha confianza todavía, algo muy genuino. Yo sigo confiando en lo genuino.
Y en los cambios, por supuesto:
—Si vos no criticás a lo que amás, es un amor un poquito desencarnado. Yo critico porque quiero que cambie, critico para bien, como cuando ves que tus amigos se están haciendo daño y les decís. Una cosa así. Me parece que amar no es sinónimo de decir: “Está todo bien”. Eso es muy poco comprometido…
Producción, videos y edición audiovisual: Tato Vallejos
Producción y texto: Belén Uriarte
Fotos: Eugenio V.
Idea y edición general: Abel Escudero Zadrayec
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- 🖨 Hugo Kaiser, imprentero: el tipo de los tipos
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👴📇🎫 Hugo Kaiser, imprentero: el tipo de los tipos
30/4/2022 | Nuestra gente, nuestra mirada, nuestra ciudad.
—No vivo solo. Vivo con las máquinas, con mis antigüedades… —le dice a 8000 el histórico imprentero Hugo Kaiser, mientras muestra esas reliquias.
Hugo tiene 76 años, nació en la zona de Villa Pronsato, al lado de Maldonado, y desde hace 4 décadas maneja su propio local en el barrio Mariano Moreno, a metros de la comisaría Quinta.
Su relación con la imprenta arrancó por una mala contestación.
—Te voy a encerrar con los curas —le dijo un día su mamá Nieves.
—Encerrame.
Al lunes siguiente, estaban los 2 en La Piedad para hacer la inscripción en el colegio de los oficios.
—Fue la primera y última vez que le contesté en la vida. Nunca le había contestado, había educación… Yo no tenía papá (había fallecido), pero estaba bien contenido. Iba a la capilla Santa Lucía, era monaguillo, y antes hasta el mismo vecino te cuidaba…

Entró a La Piedad con 12 años “y moneditas”. El primer mes estuvo en carpintería, pero no le gustó, sacó muy malas notas y le pidió al cura que lo cambie.
—Me mencionaron la imprenta y dije: “¿Qué es imprenta?” —recuerda Hugo—. Yo odiaba la carpintería, no quería saber nada, entonces dije: “Me gusta, ¡me quedo!”.
Y se quedó. Y sacó las mejores notas del año.
—¡Y con muy poco estudio! Tengo nada más que cuarto grado y repetido. Es insólito: soy dueño de una imprenta. Y no estudié más que eso, aprendí con la imprenta.

Los comienzos fueron complicados. Sobre todo, para sus patrones.
—¡Ay, yo cometía cada error…! Una noche trabajando en el diario El Sureño faltó el titulero y me pusieron a mí, letra por letra… ¡Cada error! “Pibe, ¿dónde estudiaste?”, me decían.

—¿Empezaste a trabajar no bien te recibiste?
—Los 7 primeros meses no me tomaba nadie, porque era muy pibe. La imprenta era insalubre y yo era menor de edad, entonces no me tomaban por el sindicalismo.
Hugo empezó en una florería. Pero un día, caminando por la zona de Brown y Undiano, pasó frente a una imprenta y no dudó:
—Pregunté si necesitaban un tipógrafo. Se me rieron: yo era delgadito, chiquitito… Pero me dijeron: “Vení esta noche y probate”. Fui a las 7 y cuando salí, a las 10, me llamaron: “Pibe, decile a tu mamá si puede venir a firmar mañana”.
Tenía 16 años.
—Mi mamá no lo podía creer.

Imprentero desde 1959, pasó por varios locales y fue encargado, socio, patrón… Hasta que en 1983 abrió su propio negocio: la imprenta “Kaiser”, en Don Bosco 1.718.
Como el país, acredita buenas y malas. Y aunque el trabajo fue decayendo, nunca se cortó del todo:
—Lo máximo fue 1 semana demasiado floja. Antes de (la presidencia de Carlos) Menem veníamos mal, como ahora, ¡en picada! Y puse un ciclismo acá al lado. A los 2, 3 años empezó a haber más trabajo otra vez y dejé el ciclismo: la imprenta es mi vida.

No maneja ni computadora ni WhatsApp y aún usa el teléfono fijo: es uno de tantos artefactos antiguos que lucen a su alrededor. Dice que le gusta coleccionar antigüedades y nos muestra sus primeras máquinas.
Casi todas funcionan. Y él trata de usarlas…
—¿Tu problema con la tecnología es porque te quitó laburo?
—Sí. Le tengo odio, rabia, no me sigas porque me hago perro y muerdo. Me resisto al modernismo. Hay que modernizarse, lo entiendo, pero no de esta forma abismal. Yo soy buen tipógrafo y buen linotipista, pero desapareció la tipografía [técnica de organizar letras para crear trabajos de impresión] y la linotipo [antigua máquina de impresión]…

Igual, la resistencia al cambio no le hizo perder clientes porque cuando sos responsable y sabés, el cliente te persigue.
—¿Hay solidaridad en el rubro?
—Sí. Y hay mucha envidia también. Pero tenemos un grupo de gente que nos ayudamos a muerte: hay 2 o 3 lugares de los que no tengo llave porque no quiero, porque me dicen: “Mi imprenta es tuya”. Y a la vez, ellos tampoco tienen mis llaves, pero vienen a cualquier hora y me dicen: “Tomá, haceme esto para mañana”. Yo por ahí les digo que no puedo… “Yo te ayudo, me quedo…”, me dicen.

Se define como alguien para nada egoísta. Si algún colega le pregunta por alguna de sus máquinas, enseguida propone: “Comprate una y yo te enseño”.
En este ámbito se conocen todos. Menos a los nuevos: los que heredan el negocio.

—¿Fue difícil llegar a la imprenta propia?
—Muy difícil… Yo no tuve ayuda para arrancar. Fue amor y coraje: amor a lo que hacía y coraje a lo que había que hacer. Soy testarudo. Lo que digo que voy a hacer, lo hago. Pero me salió bien.
Hoy parece imposible.
—Los chicos de ahora no pueden si no los ayudan… Pero por más plata que les pongan, si no tienen pasión por el trabajo no se van a levantar.

—Hace poco La Piedad cerró su taller de imprenta, ¿qué sensación te produjo?
—Casualmente estuve ahí, me quería morir… Cuando lo vi tan vacío, sentí un vacío dentro de mí. Creo que hoy se busca más el negocio. Pero yo soy grande, no entiendo…

Para Hugo, el trabajo es todo: abre la imprenta a las 8 de la mañana y cierra a las 8 de la noche.
—¿No te cansás?
—Acá soy feliz. También colecciono bicicletas raras y antiguas y hago exposiciones, entonces cuando tengo un momentito las arreglo. Amo esa parte también.

Vive en el barrio Maldonado, a 15 cuadras del negocio. Se maneja en camioneta. Uno de sus hijos, Walter, le da una mano grande: es quien maneja el WhatsApp, viaja y lleva los números de la imprenta.
Lo que más sale son las bolsas de papel y cartulina, y las etiquetas para ropa.
—¿Hay algo que ya no hagas?
—Talonarios, papel carta, sobres, tarjeta de 15 años, de casamiento…
—¿Y qué es lo que más disfrutás?
—De las cosas viejas, me encanta todo. Me gustaría ser otra vez el tipógrafo que fui. A veces hago troqueles y me preguntan: “¿Cómo hace? ¿Cómo sabe?”. Y yo tengo las máquinas para hacerlo y además, me gusta.

Ahora va hasta el fondo de su imprenta. Busca unas piezas chicas de madera que contienen símbolos y palabras, las apoya sobre la guillotina y explica: se llaman clichés y se usaban en las antiguas máquinas de impresión.
—Después vino el offset (método que usa planchas metálicas) pero no, no me interesa. Es como la computadora…
Firme en la suya, entonces debe complementarse con sus colegas: por ejemplo, Hugo hace los troquelados (recortes de cartón, papel u otros materiales con una máquina) y ellos hacen trabajos de offset.

Tiene 2 hijos: Walter y Maximiliano. Y 3 nietos: Florencia, Kurt y Thierry.
Su deseo es que el legado continúe:
—Kaiser es un apellido bien gráfico en Bahía: yo empecé en el 59, ahora está Walter, que cuando yo me muera va a seguir… Y él no tiene hijos, pero tiene sobrinos. Me gustaría que el apellido persista.

En menos de 3 horas cierra el negocio, pero Hugo avisa que si le entra algún trabajo, va a pasar la noche entre sus máquinas. Lo suele hacer. Incluso sábados y domingos.
—Hace 22 años que no me tomo vacaciones, 1 solo día me tomé. Cuando me alejo, me da nostalgia y vuelvo.
—¡Estás casado con la imprenta…!
—Sí, ¡recontracasado! Para mí, es mi vida.
Señala su máquina tipográfica Heidelberg, impecable pero sin uso.
—Muchos me dicen que cambie por esto, por lo otro. ¡No! A mí dejame así. Yo me voy a morir acá. Siempre digo que me saquen en el cajón de acá, no de mi casa.

—¿Le dirías algo al Hugo de los comienzos?
—Que vuelva a hacer lo mismo, porque me dio mucha satisfacción. Yo crié a la familia, hice todo con la imprenta.
—¿O sea que volverías a contestarle mal a tu mamá?
—Una sola vez.
Producción, videos y edición audiovisual: Tato Vallejos
Producción y texto: Belén Uriarte
Fotos: Eugenio V.
Idea y edición general: Abel Escudero Zadrayec
👀 #SeresBahienses es una propuesta de 8000 para contar a nuestra gente a través de una serie de retratos e historias en formatos especiales.
La estrenamos para nuestro segundo aniversario. Estos son los episodios anteriores:
- 😝 Lautaro Cisneros, youtuber: la risa en el centro de todo
- 👷♀ María Rosa Fernández, trabajadora de Defensa Civil: el poder de ayudar
- 💄 Damián Segovia, maquillador: hacer bien lo que te pinta
- 🤝 Matías Torres, el Ciudadano Bahiense: 100 % solidaridad
- 👱♀️ Alicia D’Arretta, auxiliar de educación: la vida por sus chicos
- 🏉 Stephania Fernández Terenzi, ingeniera y rugbier: actitud ante todo
- 👨🚒 Vicente Cosimay, bombero voluntario: 24 horas al servicio
- 💁🏼♂️ Adrián Macre, colectivero y dirigente: manejarse colaborando
- 👩🌾 Delia Lissarrague, productora rural: aquel amor a la tierra
- ✍️ Marcelo Díaz, escritor: la palabra de vida
- 👩🍳 Margarita Marzocca, cocinera y jubilada: un gran gusto portuario
- 🧐 Walter Tuckart, tecnólogo y docente de la UNS: aplicar con clase
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#SeresBahienses
👩🍳 Margarita Marzocca, cocinera y jubilada: un gran gusto portuario
9/4/2022 | Nuestra gente, nuestra mirada, nuestra ciudad.
—Voy a hacer copas de langostinos. Bah, de camarones, no les voy a mentir. El langostino está muy caro…
Margarita camina de un lado al otro por la cocina del Museo del Puerto buscando los utensilios, acomoda los ingredientes en la mesa y rápidamente va hasta el tacho de basura para deshacerse del recipiente que contenía los camarones.
—Hay que tirarlo enseguida —avisa—. ¡El olor del camarón te mata!
Margarita Alicia Marzocca tiene 71 años, es whitense y cocinera: una pasión que heredó de su mamá María Diomede, quien con su cazuela gigante impulsó nuestra Fiesta Nacional del Camarón y el Langostino que ahora convoca a decenas de miles de personas en el puerto.
—Me crié en una cocina —le dice a 8000—. Mi tío tuvo la primera cantina de La Boca y después abrió otra en Mar del Plata. Mi mamá me llevaba, porque era chiquita. Cuando estaba en la primaria, mi cuñado abrió una cantina acá y mi camita eran tres sillas: ahí dormía hasta que terminaba el trabajo. Es algo que vi, que mamé…
Y después se fue haciendo lo que es.
—Mi mamá no me decía “poné esto de sal” ni “esto de orégano”… Fue algo que nació en mí, no me digas cómo pero te cocino todo lo que ella hacía. De pescado, lo que me pidas. Mi especialidad: mariscos y pescados.

Mientras empieza a preparar, detalla los ingredientes: camarones, atún, palmitos cortados, salsa golf, nueces picadas (esto es opcional), pimienta, un toque de sal (porque el pescado de por sí ya es muy salado) y manzana ácida o apio picado.
—En épocas cuando uno se podía dar el lujo de usar menos ingredientes, usaba langostinos, atún, salsa golf, palmitos y condimentos. No le ponía otra cosa.
—¿Tiene el mismo sabor el langostino de la ría que hay ahora comparado con el de hace 40 años?
—Sí, pero no son tan grandes como cuando mi papá me traía a caminar al puerto y apenas entraba la lancha, te sentabas en el muelle de madera y te pelaban unos langostinos… —relata Margarita, y parece que aún sintiera el sabor—. ¡Eran increíbles!

Y mientras comparte sus recuerdos, va terminando la decoración de las copas.
—No desperdiciemos nada —pide—. Esto es oro en polvo.
Entonces busca una cuchara, prueba, da el OK y pasa a la parte que más le importa: la degustación del público. Y el público somos nosotros y nuestra opinión es que está buenísimo, una delicia total, ¡qué grande sos, Margarita!
Ella sonríe:
—Lo que más disfruto de cocinar es cuando disfruta la gente, cuando me dicen “qué rico que está”, cuando las cosas salen bien.

—¿Y qué es lo más feo de cocinar?
—Cuando se te quema algo, cuando te equivocás, ¡te queres morir! Hay cosas que no tienen solución: te pasás de sal, ¿cómo lo arreglás?
Y sabe (mucho) de lo que habla…
—Para un cumpleaños de mi nieta Renata, mi nuera me pidió una torta. Yo tengo un aparador con todas mis cosas de repostería y dije: “Chips de chocolate, los voy a agregar”. ¿Saben qué eran? Granitos de pimienta negra…
Se dieron cuenta recién al comerla. Pero no resultó tan mal: hubo quien bancó la combinación e incluso pidió repetir.
—Yo veía que no se cortaba —dice Margarita—. ¡Mirá cómo le erré! Decí que fue en familia. Nos reímos tanto…, y se la comieron que ni te cuento.

Margarita cuenta que en las primeras fiestas whitenses hacían las copas de camarones y langostinos como la que nos preparó. Pero hubo que frenar: demasiada demanda.
—No das abasto. Ahora es mucha fritura, mucha raba, mucha cazuela, mucha paella.
Aquel pasado le trae emoción:
—¡Una época maravillosa! —resume—. Eran días y días preparando ingredientes, limpiando cebollas, picando ajo y perejil a mano… Nada procesado, todo artesanal. Y todo por amor, por hacer algo para reconstruir el teatro de White.
Según Margarita, la primera edición en 1989 fue un éxito total: a la tarde no quedaba nada, y ella se ponía a hacer rabas para darle algo a la gente que seguía yendo. Así nació la Fiesta del Camarón y el Langostino, que primero fue provincial y en 1991 se transformó en nacional.

Margarita ya no va tanto, principalmente por el gentío. Pero ella disfruta que tantos disfruten.
—Me trae recuerdos hermosos. Mi mamá y un grupo de audaces fuimos los que nos decidimos a hacer eso. No había horarios para trabajar, dejábamos todo con el fin de que todo salga bien… Y que hayan pasado 34 años y cada vez sea más grande me satisface de manera increíble: emociona realmente ver mi White lleno de gente.
Vive sobre Lautaro, cerca del Hospitalito. Y en estos días de fiesta sale de casa, mira para avenida Dasso y ve autos y autos y más autos y todo es alegría.
—¿Cómo no me voy a enorgullecer? Amo este lugar. Siempre les digo a mis hijos que si me sacan, me traen de vuelta porque termino en la ría —se ríe.

White es todo para ella: su vida, su esencia, su historia. Sus padres, italianos, se conocieron ahí “de pura coincidencia” y se casaron con la promesa de volver a Europa, pero llegaron los hijos y cambiaron los planes.
—Yo tenía una hermana Anunciación (“Ñata”) con 14 años de diferencia y tengo a mi hermano Juan Bautista (“Cacho”) con 12. Después nací yo, como un regalito.
La vida fue de lucha. Papá Arcángel, pescador y capataz de estiba, falleció cuando ella tenía 12 y mamá María tuvo que pelearla: se la pasaba tejiendo medias de lana. Mucho laburo, pero jamás la escuchó quejarse.

Luego Margarita formó su propia familia con Jorge Marino, que falleció hace una década. Tuvieron 4 hijos: Gustavo, Analía, Diego y Facundo.
—Primero están ellos en todo, y después yo: si ellos están felices, yo estoy feliz; si ellos están tristes, yo estoy triste. ¡Es lo más hermoso que tengo!
Por eso disfruta tanto los domingos: una mesa llena de gente hablando, compartiendo, levantando la mano para que el resto escuche… Como los Campanelli, dice:
—A la familia no hay que perderla nunca, hay que disfrutarla porque la vida se te va en 1 minuto y decís: “¿Por qué?”. Hay que dejar los rencores, ¿quién no tuvo algo en la familia para enojarse? Pero se debe perdonar, y disfrutarla a full.

Margarita también se dedicó a enseñar a cocinar: fue en el Centro de Formación 401, donde pasó por todos los sectores gastronómicos: panadero, fideero, maestro pizzero rotisero, cocinero de restorán, cocinero de comedores escolares, repostero…
—Es algo que no voy a olvidar: trabajar con adultos es hermoso y eso sí se extraña, pero hay un momento en el que hay que dejarles paso a los que vienen atrás de uno.

Hace 4 años se jubiló, pero trabajo no le falta con sus hijos, sus nietos (Valentina, Natacha, Branco, Lola, Renata y Lara) y sus sobrinos (Lucas, Santiago, Franco y Jeremías). Es decir: unas 20 personas para la mesa de cada domingo. Arranca el día anterior y le mete con todo, disfrutando: le encanta, sobre todo, ser creativa.
—Lo importante es abrir tu heladera y decir: “¿Qué tengo? 2 huevos, ¿qué más? No sé, ¿un poquito de fiambre? ¿Y qué hago con eso?”. Porque con dinero cualquiera cocina… Habría que enseñarle a la gente con qué pocas cosas se puede comer bien.

Durante la pandemia el panorama fue áspero para la familia. Su hijo más chico Facundo y 2 sobrinos estaban sin trabajo, y decidieron poner “La cocina de Doña María”: funcionaba en su casa, con reparto a domicilio.
—¡No sabés lo que vendimos! Hasta gente de Punta Alta venía.
Hoy ya no podrían hacerlo, dice: no le da la cara para decir “esto es tanto” cuando todo cuesta demasiado. Y “gracias a Dios” no tiene necesidad de emprender:
—Si tuviera, aún con 71 años no me quedaría sentada y que me den de comer.

Ganas le sobran. Conserva el espíritu activo de su mamá, que trabajó para todas las instituciones de White “sin cobrar un peso” y con más de 80 seguía yendo al Museo del Puerto para cantar canciones italianas. Se la recuerda mucho.
—Hablar de doña María en White es hablar de mi viejita, así que me enorgullece.

Hoy Margarita borda en el taller del museo y también canta, incluso fue parte del CD Canzonettas & Rock.
Tiene un sueño pendiente: conocer la tierra de sus padres. Lo ve difícil por la situación económica, pero…
—Quién te dice que si Dios me da salud algún día tenga la oportunidad.

Su puerto se ha transformado: lo ve tan crecido.
—Y no me importa quién lo haga: lo importante es que se hagan las cosas y que queden.
—¿Qué es lo que más disfrutás de White?
—¿Lo que más me gusta? Su gente, sin ninguna duda. Yo salgo a hacer un mandado y sé a la hora que salgo, pero no sé a qué hora vuelvo, porque con 71 años viviendo acá, imaginate que te conocés con todo el mundo. ¡Lo amo con toda mi alma!
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Producción y texto: Belén Uriarte
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