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Aquellos días en el desierto con Natty Petrosino, la capataza de una obra divina

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Por Abel Escudero Zadrayec

Yo pregunté por un baño. Necesitaba un inodoro. Lo deseaba poderosamente. Como Homero al borde del colapso en Nueva York, pero peor.

Yo pregunté por un baño y el tipo sonrió y me señaló con un dedito el desierto cruel e infinito:

—Ahí lo tenés.

ANTES MUERTO.

Pensé.

Hago de tripas corazón y aguante.

Pensé.

Pero dije:

—Prefiero la constipación, hermano… cómo me mandás a cagar así, a un cactus. No tenés corazón.

Eso ocurrió hace 15 años. El diario me había enviado al punto menos turístico posible de Mendoza para pasar unos días con Natty Petrosino, que empujaba su labor solidaria ahí donde no había nada parecido a la civilización.

No voy a romantizar la miseria ni puedo negar que me fui de ahí con muchas ganas (sobre todo de ir al baño), pero recuerdo muy contundentemente que me alucinó lo que vi y experimenté.

Espero que se refleje en la crónica que escribí para La Nueva Provincia el 18 de diciembre de 2005. Y espero que sirva como homenaje a Natty, que se nos fue ayer a los 83 años. Acá va.


La capataza de una obra divina

Después de una década con los indios wichis en Formosa, llevó su tarea humanitaria a los descendientes de huarpes. A los 67 años, hace casas de material con 50 grados en verano y 15 bajo cero en invierno. “No podemos dejar que se los coman las vinchucas y sufran el calor y el frío. Jesús usa mis manos para construir”, dice.

Natty Petrosino se sienta en un banquito de madera temblorosa. Moja el pincel de cerdas gastadas en una lata de pintura color caoba, lo escurre un poco y le da otra pasada a la puerta.

Está quedando hermosa.

Foto: La Nueva.

Natty se seca el sudor que hace brillar sus pecas, espanta un poco las moscas y toma un trago de Sprite. Después rocía con fijador Roby su cabello ladrillo y rastrilla con las yemas hasta el cuello.

—Hay que arreglarse para el novio.

Dice.

El novio es Jesús. Y Natty dice que Jesús usa sus manos para hacer obras como esta: una casa de material en el medio del asperísimo desierto mendocino para que viva una parejita de ascendencia huarpe, Aurora y Oscar. Ellos se quieren y acaban de debutar como padres.

—No es un esfuerzo. Es un premio de Dios —dice Natty, y sus mejillas retroceden porque le estalla una sonrisa que achina los ojazos azules—. Lo que para la gente es trabajo, para mí es recreo. Un privilegio.

Casi todo el mundo creería que privilegios-privilegios son aquellos a los que renunció Natty Petrosino hace 37 años.

Ya saben: Natty, la modelo que vivía una vida acomodada en el barrio Palihue,

y un día una enfermedad la tumbó y ella dijo que se había muerto y que Jesús le concedió volver para encargarse de una obra humanitaria,

y entonces empezó a meter vagabundos en su casa, les dio hasta los pijamas de su esposo Vicente,

y después hizo de la nada un hogar para todos y alimentó de a 7.000 necesitados por vez,

y de pronto dijo que Jesús le había pedido que dejara Bahía Blanca y continuara su tarea en Formosa con los indios wichis,

y dio cariño y techo y atención en la selva impenetrable una década, hasta que de nuevo dijo que apareció Jesús para destinarla al desierto mendocino,

y ahora está con 50 grados y 67 años, sentada en un banquito de madera temblorosa, frente a la puerta de la casa que está quedando hermosa, con la sonrisa que le estalla, espantando las moscas y diciendo:

—Acá se hace lo que dijo Jesús hace 2000 años: dejar todo y recibir todo, sin tener nada más que amor.

Nada menos: son 10.000 kilómetros cuadrados de desierto, a unas 3 horas de la ciudad de Mendoza, en el extremo nordeste de la provincia y cerca de la vecina San Juan.

El departamento al que pertenece se llama Lavalle y es como una “U” al revés, casi toda desierto. El último censo dice que hay tres habitantes por kilómetro cuadrado, casi nada en el desierto.

Un desierto desierto.

Salvo por los 600 puestos, como les dicen acá a los ranchos de adobe donde viven descendientes acriollados de indios huarpes.

Y salvo por los algarrobitos raquíticos y los chivos de mirada estoica y 4 trillones de moscas imbancables y las chicharras lloronas y alguna víbora y alguna vinchuca y hormigas del tamaño de un pibe de 4 años.

Y Natty y su grupo, claro.

Natty bautizó a su grupo Los del Camino, porque Jesús es el camino de la verdad y de la vida, y quienes integran el grupo son de Jesús.

Al plantel estable lo componen el perro “Dodi”, un Yorkshire como el de Susana Giménez que “cuando encarne tendrá que devolver tantos mimos”, y Juan Francisco y “Pochito”, los hijos del alma de Natty.

Ella dice que son más hijos que los de la panza. Porque parió a Fabián y a Jorge, pero tuvo muchos más. Como Yashodara, una chica Down que cumplió 19 y vive en el cottolengo de mujeres en Bahía.

O como “Pochito”, un hombre-nene que superó los 50 años pero su cabecita se plantó en los 3: se pone las zapatillas al revés, trabaja como el que más con su gorra de pescado y no puede dormirse sin la bendición de Natty.

O como Juan Francisco, que nació con labio leporino y lo abandonaron, y Natty lo rescató y crió y operó y ayudó a que sea el adolescente de 17 que ahora dice:

—Yo estoy acá en el desierto sólo por mi vieja.

En realidad, todos los que vienen al desierto donde está Natty lo hacen por Natty. Porque creen en ella, en la obra, y quieren ayudar.

Por ejemplo, su hermana: cuando puede dejar unos días el negocio en Bahía, Blanca se toma el colectivo y se trae su infinita calidez.

También Zulema, otra pionera que contagia calma con sus susurros de miel y cuyo espíritu está siempre listo para cualquier tarea. Y así le salió su hija Silvina, aunque más eléctrica.

Tiene 38 años y lleva una década como discípula de Natty: dice que vio milagros tras milagros y que nunca podrá borrarse la imagen de chicos que comían caca porque el estómago les lloraba.

Ahora que trabaja en una fiscalía, Silvina no puede pasarse meses fuera de Bahía. Pero sí es capaz de viajar casi 40 horas un fin de semana para colaborar un rato, por algo, por mucho:

—Estudié Derecho porque quería justicia —cuenta—. Y Natty hace justicia todos los días. No hay huecos en lo que ella propone. Yo a esta mina le creo.

La historia de Mónica es parecida. Comerciante, bahiense, anda por los 45 años y lleva 18 con Natty:

—Hago esto por amor. Fui una vez a llevar cosas al Hogar del Peregrino, me invitaron a entrar y ya no pude irme.

Entre Los del Camino hay 2 porteños que se prenden seguido: Angélica, una instrumentadora quirúrgica del Hospital de Niños encantada con la recompensa espiritual, y Marcos, un fotógrafo y camarógrafo que se enteró por un amigo que había visto a Natty en la televisión.

Y se trata de una cruzada internacional, porque se suman Tom y Susan, una pareja de suizos con plata y tiempo suficientes para viajar una vez al año y quedarse a trabajar un puñado de días en un sitio perdido y olvidado de Sudamérica, donde hace un calor inapelable y la electricidad huye si mirás fijo los cables; donde no hay agua, ni baño, ni internet, ni muchas esperanzas.

—Es como un spa—dice Tom, mientras se afeita sentado en un tronco seco y relojeando la aridez de nunca acabar.

Cuenta Juan Francisco, el hijo de Natty, que los lugareños no le dicen desierto al desierto. Para ellos es el campo. “Está lindo hoy el campo”, dicen. Y mirás alrededor y no ves ni una lagartija que se le anime a la tarde en ebullición.

Una vez, los chicos que van a la escuela-albergue de esta zona visitaron las Cataratas del Iguazú. Y uno le dijo a la maestra:

—Uf, seño, me pudre tanto verde…

Acá, en el verano hace 45 grados y sentís 60. En el invierno tenés 15 bajo cero, tranquilo. Y desde fines de junio hasta septiembre el viento Zonda te arruina: viene del noroeste y nace húmedo en el Pacífico, pero la humedad se atasca en los Andes y baja como un latigazo, por ahí a 90 kilómetros por hora, y no te deja respirar, te cambia la presión arterial, te parte la cabeza.

—Por año hay entre 5 y 10 fenómenos —dice Gerardo Vaquer, 35 años, director de Ambiente del Departamento de Lavalle—. Pero cómo serán, que los paisanos dicen: “Pasando agosto, un año más de vida”.

Para alguien nacido y criado en la ciudad, nadie en su sano juicio podría mudarse voluntariamente a este desierto. Pero el nacido y criado en el desierto dice:

—En la ciudá no somos nada. Estamos acorraláos sin corral. Pa’qué vamos dir. Acá somos dueños de la luz y del aire y del silencio.

Los últimos indios huarpes desaparecieron en silencio, a mediados del siglo XVIII, cuando esto no era tan desierto como es ahora. Porque acá una vez hubo agua. Marcos, el fotógrafo, supone que TODO era agua: el desierto como el fondo de un mar evaporado.

Lo cierto es que este pedazo de Mendoza formó la parte sur del imperio incaico. Hay un lugar que se llama Laguna del Rosario, pero primero se llamó Guanacache o Huanacache: “Gente que admira el agua que baja”, para los incas.

La actividad principal de los huarpes era la pesca. Se metían en la laguna con una calabaza en la cabeza y se acercaban a los patos sigilosamente, hasta que agarraban uno del cogote y lo ahogaban.

Pero la laguna ya no existe. No hay nada de agua que baje para admirar. Ni patos ni calabazas.

Hasta el río Mendoza se secó. Y el puente sobre la ruta 142 (Natty dice que lo construyó el exgobernador José Octavio Bordón porque ella lo pidió) cruza tremendas olas de arena irreverente.

Encima, si excavás sale agua de mala calidad por la salinidad de los suelos…

Igual, el Departamento General de Irrigación de Mendoza acaba de informar que los principales ríos ya duplicaron el promedio histórico de caudal y llevan más agua de la que necesita toda la provincia.

Eso no significa que el agua llegue al pobre desierto. Significa que este año los ricos viñedos no esperan turno de riego. Y significa que a veces los promedios disfrazan barbaridades.

También significa que si la Municipalidad no trajera de vez en cuando un camión con agua, no habría ni para lavarse los dientes (en el caso de que uno los tuviera). Porque con la lluvia no alcanza. Y menos si cae piedra sin llover.

El gobierno de Mendoza gastará esta temporada unos 8 millones de pesos para evitar que el granizo afecte las uvitas.

Por supuesto: la provincia es la quinta zona productora de vino en el mundo. Tiene 682 vinerías y 143.765 hectáreas de viñedos (casi el 70% de lo cultivado en el país). Y concentra el 90% de las exportaciones argentinas de vino: en 2005 anda en los 1.000 millones de dólares.

Por esas cosas, hace poco se convirtió en la octava Gran Capital Mundial del Vino, una glamorosa lista que integran Melbourne (Australia), Porto (Portugal), Bilbao y Rioja (España), Florencia (Italia), San Francisco y Napa Valley (Estados Unidos), Bordeaux (Francia) y Ciudad del Cabo (Sudáfrica).

Entonces ocurre que en pleno noviembre estás una mañana en el desierto y ves pasar unos aviones y al rato graniza y Natty Petrosino te dice:

—El negocio de emborrachar gente mueve fortunas.

Y te enterás de que el gobierno mendocino compró 4 aviones Piper y contrató 20 pilotos que volarán 600 horas y lanzarán 800 kilos de yoduro de plata a las nubes para que se vayan con sus piedras a otra parte.

 Y las piedras vienen al desierto.

—La lucha antigranizo es un emblema provincial por los intereses que hay detrás —cuenta Gerardo Vaquer, el funcionario de Ambiente—. Si 600 puesteros del desierto se quejan, no pasa nada.

Natty truena: dice que esto no puede ser y que si es necesario, ella hablará con la Organización de Estados Americanos y con las Naciones Unidas para que el gobierno busque una alternativa. Porque esto no es normal, no.

—¡¿Tormentas eléctricas en el desierto en esta época?! ¡Qué va a ser normal! —dice Gerardo—. Las estadísticas del Servicio Meteorológico Provincial muestran que esta es una zona extremadamente seca: caen entre 100 y 120 milímetros por año. Una lluvia en noviembre es algo muy raro… Sin embargo, ya llovió 2 días seguidos y fijate las nubes que traen los aviones: dan miedo.

Irene no teme. Las piedras de ayer le mataron uno de sus pocos pollos, pero ella está tan acostumbrada a las fatalidades que ahora observa despreocupada, fijamente esas dunas goteadas por la lluvia y barnizadas por el sol. Como si quisiera chupar el paisaje.

Irene es la mayor de los 11 hijos que sobrevivieron en los múltiples partos de Julia Mayorga. Con ellas 2, Natty inauguró las primeras construcciones de material en el desierto mendocino.

La tarea ocupó todo el invierno de 2002, con 15 grados bajo cero que te hacían despertar con un cubito en la nariz. Y sobre un terreno separado de la ruta por 4.000 metros de médanos imposibles.

Irene casi se pierde el acontecimiento histórico: en junio la picó una araña viuda negra, pero entonces sucedió, dice Natty, uno de los tantos milagros del Señor. Y de la tecnología.

Mientras Marcos pisaba el acelerador para devorarse cuanto antes los 80 kilómetros hasta el hospital de Lavalle, Natty llamaba para que prepararan el suero desde esa maravilla de la modernidad denominada teléfono satelital.

Irene se salvó y ahora también hunde la mirada en esa ternura morena de trenzas larguísimas, Alejandra, su primera hija, que nació con la casa nueva y se enchastra la cara comiendo las galletitas surtidas que le trajo Natty.

Natty dice que ya levantó más de 1.000 casas en todo el país, siempre para los sin techo (o los que tienen el techo atado con alambre). Y siempre con recursos divinos: Dios provee.

Pero no acepta cualquier donación. Hace unos meses, un empresario petrolero ofreció depositarle 500.000 pesos por mes a cambio de una factura o algo que permitiera justificar el gasto. Para eso, Natty debería constituir una fundación con personería jurídica. Y no quiere saber nada: la caridad tiene valor agregado, aunque no descarga impuestos.

Como sea, los obreros que participan en las construcciones se llevan su plata. Entre 200 y 550 pesos semanales, según la responsabilidad y el tiempo.

—Que aprendan a trabajar y a ganarse el pan —dice Natty—. Esto no es limosna.

Sí es un esfuerzo demoledor, del alba al ocaso, sin francos. Y en 15 o 20 días te hacen una casa, tipo chalé, enfocada al sol matinal, antisísmica, de 20 metros cuadrados, con techos acanalados y en declive para que juntes alguito de agua cuando al cielo se le ocurre lagrimear.

—No podemos dejar que a esta gente se la coman las vinchucas y sufran el calor y el frío —dice Natty—. Podemos darle un poco de comodidad.

A Isidoro Villegas le dicen “Lingo”, tiene 4 varones y acusa 56 años pero, como la mayoría por acá, parece bastante más: o tardaron 2 lustros en anotarlo o el desierto también erosiona las caras.

“Lingo” funciona como jefe de obra, con tal entusiasmo que la UOCRA haría muy bien en contratarlo para filmar un institucional de promoción.

—Este es un sueño muy mucho grande —dice, mientras se quita el gorro y ahuyenta moscas y polvillo—. Gracias a Natty tengo mi casita. Es como en la ciudá, mire.

Y mirás y el desierto te sopapea.

“Lingo” lo quiere mucho. Probó en varios lugares, pero volvió: esta es su tierra, es todo, es la Pacha.

—No pienso salirme más a ningún lado. Si estoy viviendo un sueño, mire… Para qué salir.

A Natty se le sale el malhumor. Se agarra la cabeza:

—¿Por qué hacen eso? —dice.

Eso a lo que se refiere es el movimiento que lucha por la cesión de estas tierras a sus pobladores. Existe una ley provincial, la 6.920, que impulsa la cuestión.

—¿Para qué necesitan un título de propiedad si están desde hace 500 años? —Vuelve a agarrarse la cabeza—. ¿Quién querría vivir acá, por el amor de Dios?

Más o menos 4.000 personas viven en este desierto. Muy pocas conocen otra cosa. La mayoría asume ascendencia huarpe: hay etnia, pero no pureza.

O sea que ya nadie ruega ni teme a Hunuc Huar, la divinidad mayor para los antiguos. Los de ahora se saben el Padrenuestro como el Padrenuestro.

Tampoco abundan quienes hagan aloja, una bebida alcohólica a base de las chauchas de algarrobo. En cambio, las mujeres suelen preparar el pan llamado patay con las semillas de esa misma especie.

Acá también llegaron los 150 pesos de los planes Jefas y Jefes de Hogar. Pero el ingreso común proviene de la cría de chivos y de la venta de su bosta (el guano) como abono. Casi siempre se encargan las mujeres, que cada día caminan muchos kilómetros para que los animales encuentren un poco de pastura.

Natty ha pensado por qué no se trata de insertar a los habitantes del desierto en otros sitios:

—¿Cómo los vas a sacar de acá? —dice—. En las ciudades terminan en una villa miseria, ellas como prostitutas y ellos, desempleados.

Y acá en el desierto juegan al fútbol a la luz de la luna más grande del mundo.

El campamento de Natty incluye una cocina de 3 por 3 hecha de troncos y redes, 3 carpas para 2 personas y 2 pequeñas casas rodantes bastante destartaladas.

También hay una camioneta 4×4 Nissan modelo 2005, donada por varios benefactores europeos. De eso se encargan Tom y Susan, difusores de la obra y recolectores de fondos. Ya retirados, viven holgadamente entre Zúrich y las montañas suizas.

Susan andaba buscando algo que hacer con su vida cuando supo sobre Natty por una vecina de la que no conocía ni el nombre. Desde entonces vino 10 veces al país y allá funciona como vocera: dice que le fluyen las palabras como si alguien le dictara.

Tom la siguió. Experto en el manejo de dinero, juega bastante bien al golf (acredita 13 de hándicap) y comentó en su club la misión de Natty. Enseguida juntó como 100 kilos de ropa entre gorras, pulóveres, chombas y remeras.

Ahora, arregladita-para-el-Señor, Susan le pasa la brocha a una ventana. Y Tom clava cajones de manzanas que se transformarán en placares.

La abuelita Benita saca de los placares nuevos un pan dulce y lo abre despacio, prolija, cariñosamente, con esas manos robustas de arrugas y venas.

—¡Esta es la verdadera comunión! —grita Natty.

La abuelita Benita también destapa una Coca: quiere festejar la inauguración de su casa.

—Nadie la merecía más que ella —dice Natty.

—Pura zalamera —responde una voz casi inaudible.

La abuelita Benita tiene 75 años y siempre vivió en un rancho de olor musculoso, apenas iluminado por los espadazos de luz solar que quebraban las paredes de barro. Nunca sola: la acompañaban lauchas, víboras, hormigas, moscas, vinchucas. Y el perro “Ñoño”, hasta que lo asesinó una culebra.

Y un tiempo la acompañó un hombre, que era su hombre, el padre de los 3 hijos que se le murieron. Pero cuando la abuelita Benita dijo basta, se acabó, no más sufrimiento, no más hijos porque se me mueren, no más sexo, el hombre le empezó a pegar. Y le pegó hasta que un día se cansó y se fue para siempre.

—Pura zalamera, nomás. Linda es la casa. Voy a dejar de sufrir muy mucho los fríos —susurra la abuelita Benita. Y para rezar con su boca ayuna de dientes se saca el pañuelo agujereado de la cabeza y quedan a la vista los pocos hilos plateados que le quedan. Con suerte llega al metro y medio. Y a los 40 kilos. Usa un pantalón de gimnasia jubilado y zapatillas remendadas. Y sus ojos, se ve, han visto demasiado sufrimiento.

—Es como un ángel —dice Susan.

Blanca y Zulema le ayudan en la mudanza del rancho a la casa. Ya acomodaron los roperos de cajones que pintó Tom, 2 baúles de cuando nos invadieron los ingleses, una cama de hierro carcomido, 2 sillas diminutas y la mesa con las migas del pan dulce que ahora la abuelita Benita junta y come para ordenar todo muy mucho.

Natty se echa un toque del perfume Christian Dior que le regaló Juan Francisco para su cumpleaños y encabeza a Los del Camino en la peregrinación por el desierto.

Pidiendo permiso, en un arbusto tímido aparece una flor amarilla del tamaño de una uña.

—Santa Clara nos llena de flores el camino —dice Natty. Y Zulema llora: sintió que la tocó el espíritu de Dios. Entonces el grupo reza y canta Aleluya.

Después, cuando enfilan hacia el sol de la tarde pegajosa, todos entonan un bolero de Armando Manzanero con la letra adaptada: el amado es Jesús.

Natty elige la sombra casi nula de un algarrobo, se acomoda el delantal marrón, se libera de los zapatos manchados de pintura y se sienta sobre la tierra. Los demás la rodean: saben que vendrán algunas enseñanzas.

Cuando habla (lo cual sucede permanentemente), Natty hipnotiza:

—Está todo manejado milimétricamente desde arriba. Nunca soy yo la que habla. Él me dice qué decir. Lo mío no tiene que ver con nada de este mundo.

Natty dice que los milagros son de Jesús, mientras dibuja en la tierra con una rama.

—Si evolucionás en el buen camino, después no tenés deuda. Eso sí: los hombres buscan El Camino, pero hay muchos caminos y no muchos eligen el correcto. Todo queda registrado en la compiuter de Dios. No se le escapa una.

¡Dios! Por qué por qué por qué por qué por qué por qué. ¿Te dormiste? Pobre “Mingo”, Dios, pobrecito.

La mujer le dio a “Mingo” 2 hijos y no dio más, se murió en el segundo parto como de pena. Primero fue María Victoria, la “Piqui”, y después Abelito. Los 2 nacieron deformes: la cabeza descomunal y los ojos vacíos. Dos monstruitos ciegos.

Natty recuerda que “Mingo” crió solo a los monstruitos, con un cariño que no cabía en este planeta. Y no quiso prestárselos a 2 médicos norteamericanos que querían estudiar sus casos tan terribles.

—Yo me los llevo así los cuidan. ¿Querés, “Mingo”? —le dijo Natty.

—En algún momento.

Cuando Abelito se murió a los 6 años por mal de Chagas, “Mingo” se quebró:

—Llevesé a la “Piqui”, hermana.

La policía tuvo que ir al desierto para certificar la cesión. El patrullero se quedó en la ruta, mientras “Mingo” recorría los 4 kilómetros de médanos con la “Piqui” en brazos.

—¿Alguna indicación, “Mingo”?

—No, hermanita. Usté sabe.

“Mingo” no quiso ver cómo se le iba la “Piqui”. Firmó los papeles, dio media vuelta y se metió en el desierto para que se lo tragara; erguido, firme por fuera pero por dentro destartalado, el corazón estropeado.

La “Piqui” falleció 5 años después en Bahía. Hicieron lo que pudieron. Natty le preguntó a “Mingo” si quería que le llevaran el cuerpo.

—No, hermanita. Gracias. Gracias nomás.

 Natty, que ya lo vio todo, dice:

—Nunca lloré tanto en mi vida. Me lloraba el alma.

“Chela” sacó del coma el alma de “Mingo”: se fue al rancho con él y le parió 4 chicos para que tenga. Los 4 están recién peinaditos porque los papás vieron a lo lejos que venían visitas.

La familia sabe que ahora le toca el turno a su casa. En una especie de galería hecha con troncos y un entretejido de ramas, Natty dice que el techo será de chapa y no de cartón, para aprovechar el agua de lluvia.

Las moscas recorren el bigote mexicano de “Mingo” cuando contesta:

—El asunto es que sea durable. Usté verá cómo queda mejor.

Susan reparte algo de la ropa que Tom recolectó en el club de golf y “Mingo” se calza una gorra azul del banco Credit Suisse.

Es un anticipo: la familia celebrará la próxima Navidad en un hogar nuevo. Gracias a Natty y a su obra que en el desierto despertó, a Dios, gracias.

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