🗣📢 La trampa del rumor

Publicado el 14/12/2025.

Por Sonia Budassi

Periodista y escritora


Yeta, facha, cheta. Palabras rimbombantes, cargadas de sentidos pesados, negativos, generalizantes. ¿Incomprobables?

Podría desglosar lo de facha; podría problematizar lo de cheta. A la primera -muy grave- agregaría un hecho: es verdad que la represión durante la última dictadura cívico-militar en Bahía Blanca fue feroz, pero también lo es que en estas tierras hubo mucha militancia por los derechos laborales y otros derechos humanos.

¿Cheta?

Quizá careta. Otro genérico que vendría a referir a la especial atención en la apariencia, en demostrar lo que se es. O mejor: lo que se quiere ser. Una epidermis vacua, que no se correspondería con el interior. O la vertiente de sobreactuar lo que sí se es: colocar demasiado énfasis en mostrarlo. Una puesta en escena hacia los otros. Me corrijo: el careta busca mostrar lo que es en función de lo que tiene.

Mi papá, Víctor José Budassi, médico, repetía algo relacionado pero con un peso muy diferente, alejado de las posesiones o el estatus social y económico.

“No sólo hay que ser honesto. Hay que parecerlo”, decía. Invertía, así, la secuencia. Primero soy; luego todo el mundo cree en eso que soy por verme actuar, nada más.

Mi padre murió cuando yo acababa de cumplir 9 años. Atendía en su consultorio -solía no cobrar a gente que tenía dificultades y así ligué la revista Billiken gratis de una quiosquera, los budines de la señora de Astolfi en Navidad, pañuelitos bordados que aún conservo; a veces caía algún lechón o una planta de regalo a modo de honorarios, un muñequito oso o sapo, hechos en cerámica.

 

(El doctor en su consultorio. Foto: gentileza familia Budassi)

Víctor también trabajaba en el Hospital Municipal. Me acuerdo de que, camino al cementerio, el auto fúnebre se detuvo en la puerta. Yo no entendía mucho: demasiada gente con distintos uniformes -enfermeras, mucamas, médicos- y gente vestida “normal”. Aquellos desconocidos también lloraban. Yo no conocía a nadie, sólo al “doctor Contardi” (que se llamaba Jerónimo y era viudo). “Miren, él es de los pocos amigos que tuvo tu padre”, dijo mi mamá, Rosa Esperanza Mularchik (y “señora de Budassi”).

Carla, la hija del doctor Contardi, era más grande y me parecía que al crecer yo debía parecerme a ella, su pelo tan lacio y grueso, sus blusas impecables, su halo siempre de perfume, una chica prístina… Yo, en cambio, disfrutaba de la suciedad de tierra seca del campo, sufría los parches en los pantalones a la altura de las rodillas de tanto correr y caerme en el patio de la escuela en invierno, y en verano, las costras en la piel de la rótula.

Lo careta no tendría nada que ver con aquella escena en la puerta del hospital, tan genuina.

Algo, creo, hizo sentido.

Y sé que 8000 sigue la misma línea. Así mismo lo expusieron, tal cual: “Decidimos ser y parecer, y nacimos y crecimos sin un centavo estatal. De ningún Estado”.

Creo que se copiaron de Víctor.

O que esa frase circula, desde antaño, como el viento en nuestra ciudad.

Y todas y todos somos sus autores, hacedores o detractores.


¿Todo bahiense es careta? Carecemos de estadísticas. Pero claro que no, si somos una hermosa ensalada, un collage de diversidad aunque haya aspectos identitarios compartidos.

Dejemos atrás lo de careta como algo unívoco. De todos modos, eso nos lleva a lo del “pueblo chico, infierno grande”. Y de aquel artículo que dejó un estigma y una categorización dogmática que repetimos aún hoy, aunque se haya publicado en 1971. Hace más de 50 años. Lo había olvidado, pero surgió de parte de la comunidad de 8000 tras mi primer artículo, “Elogio al insulto digno”.

En Instagram, Claudia Picucci comentó que es típico referirse a Bahía, a modo de insulto, como “chacra asfaltada”. La expresión se imprimió en la revista Siete Días Ilustrados. Resultó bastante despectiva. Aunque podríamos cuestionar: ¿acaso la referencia a la sensibilidad rural es algo malo? ¿Y qué pasa con la referencia a la “mentalidad de pueblo”?

La endogamia y el ombliguismo, es cierto, pueden generar solidaridad o ser terroríficos.

La frase quedó: sobrevivió gobiernos, coyunturas económicas y sociales, el crecimiento exponencial de la ciudad.

Y se sabe: en un pueblo todo se sabe.

Incluso si es un pueblo grande, una ciudad importante.

El panóptico analógico de ayer y hoy es el chisme, el rumor. Ese relato que te informa de lo que supuestamente hizo otra persona. Lo que sucedió en tal familia. El escándalo acontecido entre los directivos de una escuela, las peleas en una pyme o una multinacional con sede local. O romances, fiestas lindas, viajes.

A veces se trata de algo verídico. Otras, simplemente verosímil y falso. Otras, falsos y absurdos, que no resisten ninguna lógica y sin embargo se transmiten con el peso de una verdad.

A veces pueden generar daños severos. Sobre comunidades, sobre personas. Recuerdo que en la secundaria a la que fui, el Colegio Nacional (aunque desde que cursé ya era Escuela Media N° 13, el nombre histórico quedó) asistía una de mis mejores amigas. Y su hermana. Que tendría 2 años más que nosotras; 14 nosotras y ella, 16. No sé de dónde, ni quién fue la primera o el primero en decir que, llamémosla Micaela, se daba besos en el baño con su amiga, llamémosla Noelia. ¡Eran lesbianas! ¡Qué locas! ¡Qué asco! ¡Qué horror! ¡No debemos juntarnos con ellas! ¡Tortilleras!

Mi amiga lloraba. Yo, sin cuestionar qué tendría de malo que 2 mujeres se gustaran, ni mucho menos si era cierto o no, la compadecía. Todavía siento culpa y frustración por no haber ayudado.

El rumor es un verdadero subgénero literario. Que influye en nuestros actos, en realidades que afectan. A veces tiene el peso de la verdad. Es pariente de las “noticias falsas”.

 

(Ilustración: Julieta Lucero-8000)

Y veamos cómo juega, a veces, la libertad de creer.

Por ejemplo: en 2025, la editorial La Conjura inauguró la colección Ave Sed Aire, dirigida por Patricio Cero. Es una serie inspirada en el célebre L’Abécédaire de Gilles Deleuze. Propone a autores contemporáneos escribir un abecedario personal. Cada título de la colección recorre, a través de 27 entradas -una por cada letra del alfabeto-, el universo afectivo, intelectual y artístico de su autor.

Nicolás Artusi, muy conocido como “Sommelier de Café”, es el primer escritor ya publicado, por su apellido que inicia con A. Amigos míos se llama su libro. En la presentación del primer Concurso de Obra Póstuma, del que soy jurado, me lo crucé. Sucedió en el Museo del Libro y de la Lengua, en Buenos Aires. Le comenté que mi libro (el segundo, pues mi apellido empieza con B), aún en proceso, se llamará Bahía Negra. A su expresión siempre inteligente se le sumó la sombra de la risa y del espanto.

—Pero Bahía es yeta. Yo no voy a esa ciudad.

—¿Qué decís? Es cualquiera eso. Más allá de la sucesión de catástrofes, eso es otra cosa. ¿De dónde lo sacaste?

—De la novela de Martín Kohan.

—Ah, pero eso es ficción, Nico. Es cualquiera.

Cuando junto al editor de aquel libro pensamos las palabras de mi abecedario, elegí “yuta” para la Y. Pero él, obstinado, lo cambió: me pedía indagar sobre “yeta”. Ingenuamente, ignorante, volví a decirle: “Eso salió de una novela”. Es el poder de la literatura que impone algo como verdad. Bahía no es yeta. Y me alegré de que nuestro arte, el de la literatura, aún tuviera alguna influencia que provoque un pequeño zafarrancho sobre la vida real.

En estos días hablé con otros bahienses.

Pasaron 3 cosas:

  • Yo no tenía razón. El mito es preexistente al libro de Kohan.
  • Hay un origen -la fundación de la ciudad- y un desarrollo -los rumores de músicos y compañías de teatro décadas más tarde.
  • En el próximo artículo para 8000 posiblemente me refiera a esa cosa de la yeta.

Sin cuestionármelo, “elegí creer” que ese estigma era reciente. No comprobé, no chequeé, la pifié. Mi experiencia no daba cuenta de que esa tontería tuviera sentido antes de la novela Bahía Blanca.

Las consecuencias son inocuas. Quizá. En relación con otras creencias que se reproducen: los relatos urbanos no constructivos. Lo que deriva en lo que hoy llamamos “noticias falsas”.

Luego de nuestras catástrofes ambientales y sociales, vivimos el miedo de ser engañados. Al borde de la paranoia. De la conspiración y conspiranoia, neologismo que, antes pensaba, no traería consecuencias.

Después de la inundación, volví a Buenos Aires y fui a la peluquería de mi cuadra, llamada “Amici”. Romi y Loli son dueñas y artífices del local y de su propia estética. Ambas rubias platinadas, el pelo tan lacio y grueso -me recuerda a la hija del doctor Contardi-, el maquillaje tan cuidado, sobre la pared un póster de una modelo anoréxica de los años 90.

No quiero quitar valor a la escena: los diálogos de peluquería tienen mala prensa.

Al verme entrar, me dieron el pésame. Luego me dijeron que ya sabían que en mi ciudad escondieron muertos.

¿Cómo era posible que ostentaran tamaña seguridad habitando un espacio tan lejano?


“Esconden los muertos”.

Mi sentido común indicaba: ¿para qué te sirve esconder un muerto de una catástrofe, seas del partido político que seas?

Primero, resultaría una misión especialmente ardua. ¿Cómo lográs convencer de que mientan a enfermeras, a la persona que encuentra el cuerpo cuyos seres queridos reclaman, extrañan, sufren? ¿A médicos, peritos, fiscales, camilleros? Incluso, desde una perspectiva maléfica y pragmática, pensé: “Si yo fuera maléfica y pragmática, haría lo contrario: daría cifras exageradas para pedir más donaciones”. (Pero sería igual de arduo o imposible de falsear).

Algo similar pasó durante las inundaciones de 2013 en La Plata, el intendente era Pablo Bruera. Y también pasa en guerras y otras tragedias.

En Bahía se reprodujo un mecanismo de falsedades dadas por ciertas. A eso se le sumaron teorías más elaboradas. Consulté con varios abogados y nadie dio asidero: se dijo que se manipulaba la cantidad de víctimas para quedar exentos de pagar impuestos, y así el Municipio vería su recaudación mermada. Reitero: no existe tal ley.

Cuando escribí “Antes el agua era una bendición”, expertos iluminaron mi estupefacción: ante lo inexplicablemente cruel de una catástrofe natural, se añade lo social y la angustia puede mutar en enojo. Y buscar un culpable a quien odiar, un mecanismo para gestionar nuestra dolorosa frustración, la impotencia, el trauma, la pérdida. El shock.

Esta semana mandé un mensaje a un grupo de amigas en WhatsApp: “No pueden dimensionar lo que fue… Días de no poder comunicarse, de no saber quién estaba muerto o no”.


Las redes expanden el efecto. Ya en 1947 los académicos Gordon W. Allport y Leo Postman, psicólogos sociales de la Universidad de Harvard, estudiaron el tema por lo sucedido durante la Segunda Guerra Mundial. Su libro -que no envejeció- se titula Psicología del rumor.

Sobre la base de chismes reales y otros creados en focus groups analizaron, por ejemplo, cómo estos relatos se transformaban a medida que pasaban de una persona a otra. Y vieron los modos en que crecía la distorsión.

Ciertos mecanismos son muy “chequeables”, hasta en una conversación de peluquería (que reivindico, otra vez). Un caso: el hecho de que los rumores reflejan nuestras necesidades y ansiedades. Y se van deformando a medida que se cuentan y se oyen.

Allport y Postman definieron el rumor como una “proposición de fe sobre un tema específico que pasa de persona a persona, usualmente de boca en boca, sin evidencia de su verdad”. E hicieron una fórmula que me hizo recordar aquello que estudiamos en las universidades de comunicación: consumimos más noticias cuando mayor es nuestra sensación de incertidumbre.

Los investigadores describieron la intensidad o velocidad del rumor así: se vinculan con la importancia que le damos al tema. Y a eso se suma la ambigüedad de la evidencia: queda claro en la referencialidad confusa de las imágenes viralizadas de ropa tirada en plazas y otros ejemplos, de Bahía Blanca a Israel y Palestina, y así.

Las fotos fuera de contexto, cuando estamos muy angustiados, devastados, nos permiten, habilitan, propician sobreinterpretaciones. O creer en quienes las formulan.


“Se roban las donaciones”.

Los rumores en Bahía pasaron del relato urbano a la intervención informativa y judicial. Por suerte… aunque a veces eso no siempre alcance para hacernos recapacitar, cambiar nuestras convicciones infundadas.

Las fiscalías actuaron y no detectaron denuncias concretas. Periodistas fueron a los lugares para verificar. De hecho, 8000 se alió con Chequeado para tomar las fabulaciones expandidas por el poder acrítico y fastidioso de las redes e investigar qué pasó.

 

Las imágenes viralizadas eran engañosas, no daban cuenta de la verdad. El informe periodístico puro y duro parece dar sustancia a las categorías de distorsión de Allport y Postman.

  • El rumor se acorta, se vuelve más conciso y se omiten aspectos menos importantes.
  • Se enfatizan o exageran selectivamente ciertos detalles.
  • El rumor se distorsiona para adaptarse a los prejuicios, intereses, hábitos y sentimientos preexistentes de quien los recibe, para que la historia sea más ajustada a sus propias creencias.

La Municipalidad bahiense nos confirma que abundaron las falsedades en torno a las donaciones, “pese a que dimos 3 conferencias de prensa explicando el destino de los fondos, y detallando cuáles administramos nosotros y cuáles no”. Cualquiera puede ver los datos en el portal Mi Bahía.

El académico Fernando Ruiz, investigador en periodismo y democracia e historia de la comunicación en la Universidad Austral, autor, entre otros, del excelente libro Cazadores de noticias, escribió, en un artículo de 2018 titulado “En tiempos inciertos, la prensa se revaloriza”:

“Si las fake news son clave en el devenir de la historia, ni hablar de la ficción. Casi toda la obra de Shakespeare entra en el género de tragedia informativa: acontecimientos dramáticos provocados por noticias falsas. Fuera de la ficción, no tuvo que aparecer Facebook o cualquier otra red o plataforma digital para que muchos actos electorales acabaran también en tragedias informativas”.

En mis clases de literatura y en talleres de escritura suelo analizar libros o cuentos. Aunque no siempre es posible, prefiero aquellos cuyas interpretaciones no circulan demasiado. Uno de mis preferidos es un relato del escritor argentino Rodolfo Fogwill (1941-2010), “Los pasajeros del tren de la noche”.

Podríamos definir de manera simple y breve su trama. Un día, en una ciudad que entendemos es del sur de nuestro país, vuelven conscriptos que habían sido dado por muertos. Empieza así y el tono continúa con un narrador que manifiesta dudas, estimaciones, supuestos, vaguedades:

“Nadie conoce bien cómo se inició. La primera noticia se conoció un jueves, pero eso no demuestra nada: las cosas pudieron empezar días o semanas antes de aquel jueves de diciembre, cuando el mayorista de cigarrillos y el vendedor de diarios de la estación dijeron que volvían los soldados y que esa mañana de comienzos de verano, ellos mismos, juntos, habían visto con sus propios ojos a Diego Uriarte bajando del tren que lleva los tarros de los tambos y trae los diarios del día anterior y los paquetes con los pedidos de los comerciantes. Jiménez, del quiosco de revistas, y el cigarrero Kentros hicieron correr la noticia esa misma mañana y por eso en el pueblo creen que fue aquel día que comenzaron a volver, pero todo bien pudo haber comenzado antes, el día anterior, o el jueves anterior, en otro tren, o en el mismo tren, que es el que llega de madrugada y sale de la Capital justo cuando oscurece y por eso lo llaman el tren de la noche”.

En el cuento, bellamente escrito, pensado, la acción y el conflicto avanzan gracias a un narrador que va tomando las creencias de los personajes. Que no son los protagonistas. No son los que vuelven. Lo que les pasa a ellos es contado por quienes los ven llegar y vuelven a convivir. Quienes miran desde afuera, y crean especulaciones.

Entre otras cosas, en mi análisis menciono que es un texto coral, que tematiza el poder del rumor. Y del olvido. Nadie chequea bien qué sucedió. Y se van olvidando de hechos contundentes, como que la madre de uno de los regresados ya “le había organizado una misa” por la muerte, u otra que pidió la pensión. Y aquellos sobrevivientes no pueden tener hijos. “Dicen”.

Es interesante e inquietante, entonces, pensar en el poder refractario de la literatura. Como consuelo al banal storytelling y las noticias falsas. Siempre pregunto a los asistentes de mi taller si el texto les resuena vinculado a alguna guerra puntual o un acontecimiento histórico particular.

Suelen mencionar Malvinas.

Dijo el autor en una entrevista: “Lo escribí a fines de la década de 1980 y lo entregué para su publicación en Música japonesa en marzo de 1982. La guerra vino a estropear el efecto esperado de una alegoría de las marchas de los jueves de Plaza de Mayo”.

Cuando lo leí por primera vez, lo asocié a algo que se decía en Bahía durante mi infancia: que un tren transportaba ataúdes desde Buenos Aires hasta bien al sur para los “soldaditos”. Porque volverían muertos.

Debía ser ante la amenaza de la guerra con Chile, pensé durante mucho tiempo. Pero si me pongo a ver las fechas, no es posible: aquel conflicto sucedió antes de mi nacimiento. Sería por Malvinas, entonces.

De chica y adolescente, yo vivía cerca de la Estación Sud. En mi pieza, a la noche, las luces apagadas, se oía, a veces, el prepotente sonido de los midgets. Lo odiaba, me impedía el descanso.

Pero lo prefería al pavor que me daba, en la oscuridad, otra invasión en el silencio de la casa: el ruido del tren que anticipa la muerte.


✍️ La autora

 

Sonia Budassi es escritora, editora y periodista cultural. Su libro Animales de compañía (Entropía) ganó el primer premio de Letras del Fondo Nacional de las Artes. Además, es autora de los libros de ficción Periodismo, Los domingos son para dormir y Acto de fe, y los de no ficción Donde nada se detiene. Literatura y el resto del mundo, La frontera imposible: Israel-Palestina, Apache. En busca de Carlos Tevez y Mujeres de Dios.

Participó en antologías nacionales y de España, México, Francia y Estados Unidos.

Dirigió la revista de Cultura de elDiarioAR; antes fue editora de Anfibia, Ñ y el sello de narrativa Tamarisco, del cual fue cofundadora. (Foto: Inés Budassi)


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