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Texto: Maximiliano Buss
Especial para 8000
“La Sagrada Escritura dice que quien ama el peligro permanecerá en él (qui amat periculum, in illo peribit). Los lógicos sostienen que si se cortan las causas, se evita el peligro (sublata causa, tollitur efectus). Y nosotros decimos que si no hubiera autoridades indolentes, no habría pestes asoladoras”.
En letra de molde, el bisemanario local El Eco de Bahía Blanca publicaba esas palabras en su editorial del jueves 18 de septiembre de 1884. Hace 140 años: cuando una ola de fiebre amarilla en Buenos Aires mataba unas 500 personas por día.
- 🤒 Todo empezaba con un calor que subía abrasando todo el cuerpo. La piel de los labios se sentía quebradiza. Al principio, uno se sentía confundido, desorientado, hasta que un mareo lo hacía todo parecer lejano. Después venía el dolor abdominal, el vómito negro. Los ojos se volvían rojos y la cara empezaba a tomar un tono amarillo. Si la fiebre no terminaba por consumirlo, el enfermo caía en un estado de delirio.
¿La causa? Un insecto que no cambió de nombre ni de mala fama: el Aedes aegypti.
Ahora no tenemos fiebre amarilla, pero hace casi 1 siglo y medio se veía venir. Y, como ahora, no colaboraba para nada la provisión insuficiente de agua potable en las casas, la suciedad de las napas por desechos, el clima cálido y húmedo del verano y el hacinamiento en que vivían muchos vecinos.
- ⛵️ El registro histórico marca que los primeros síntomas de una peste se sintieron acá en 1858, con el paquebote Antoñito: vino de la India, ancló en el puerto local y nos trajo el cólera.
- 🩺 Si bien no provocó muchos casos ni muertos, el médico Juan Carlos Veronelli, especialista en salud pública, avisó: “No se tuvo en cuenta que al dejar su tarjeta de presentación, otras enfermedades anticipaban su próxima visita”.
Los primeros periodistas bahienses la sintieron venir.
“¡Cuántas víctimas hemos de pagar por las culpas que no hemos cometido!”.
Apenas 4.000 habitantes tenía Bahía Blanca en 1884: estaba lejos de llamarse ciudad, le decían “el poblado” y recién comenzaban a multiplicarse los ranchos de paredes de adobe y techos de paja fuera de los límites del Fuerte Argentino, después de eliminar la llamada “amenaza de los malones”, que tuvo su episodio más notorio el 19 de mayo de 1859.
- 🪔 Ese día acá sucedió “una masacre”, según sostuvo en 8000 el académico Hernán Perrière, doctor en Antropología y docente de la UNS.
140 años atrás nos visitó el gobernador Dardo Rocha para celebrar la trascendencia del flamante ferrocarril (que ahora nos falta desde hace casi 2 años…). Hubo un acto en la Plaza Rivadavia y ahí, en representación de las alumnas de las escuelas primarias, Agapita Recagorri leyó:
—En todos los corazones nobles y agradecidos debe quedar grabado este 26 de abril de 1884, fecha que recuerda la elevación de un pueblo invadido por salvajes de los desiertos de otras épocas a la categoría de civilizado, de un brillante porvenir y de un gran comercio.
“La leche que se expende por las calles y a domicilio nada tiene de natural, es un compuesto de agua y almidón capaz de poner en movimiento la barriga de un Procurador municipal.
El carro de la limpieza, suprimido de hecho como artículo de lujo, no ha podido serlo en mejor estación cuando sus servicios son más necesarios y cuando la basura abunda tanto.
Los lagos que forman las calles son un depósito de inmundicias, fermentadas por los rayos del sol.
En el tambo situado en la calle Zelarrayán conocido por de Ferro verá que es cierto todo cuanto decimos amén de 80 o 100 carradas de huesos, tan hediondos que no se puede habitar en las inmediaciones ni pasar por la calle sin taparse las narices.
En esa misma calle y a la misma altura se pasean muy orondos dos corpulentos chanchos sin que el inspector cumpla con los deberes que su cargo le imponen.
¡Pero cómo ha de cumplir con su deber ese buen señor, si sólo se ocupa de vender quesos por la calle!”.
Y remataba:
“No comprendemos tanto abandono por parte de la municipalidad, que cuenta en su seno con dos doctores y otro médico de policía, a menos que estos miren las cosas por el lado de sus bolsillos, por aquello de cuantas más enfermedades haya, más visitas haremos, consiguiendo con esto dos objetos, uno humanitario y otro lucrativo”.
De acuerdo con los registros publicados el 10 de enero de 1885, teníamos:
- 9 casos de sífilis;
- 3 de tuberculosis;
- 14 de enfermedades venéreas.
Los fríos de ese año llegaron sin novedades de la fiebre amarilla: aún era sólo un murmullo que venía con las cartas de los viajantes y los vagones de carga.
Igual, no pocos vecinos buscaban recetas para limpiar pisos, mesas y letrinas.
El doctor Miguel Arata, jefe de la Oficina Química de la Intendencia de Buenos Aires, sugería un método que antiguamente gozaba de buenos resultados en varios países de Oriente.
Una mezcla de varias materias, a la que llamaban perfume, y formada de 1 parte de azufre, 1 de nitro y 2 de afrecho, agregando algunas plantas aromáticas.
—Es bueno —decía Arata— pero tiene el grave inconveniente de producir humo denso y espeso que ejerce perniciosa acción sobre los objetos que envuelve, deteriorándolos.
“Uno precisa tener la apática sangre de un pavo para contemplar con la misma glacial indiferencia que muestra el intendente ante la amenaza de las enfermedades.
No es posible suponer que haya uno solo entre todos los municipales que a sus oídos no hayan llegado las fatídicas noticias del terrible flagelo.
Porque no es sólo Europa la que sufre el castigo divino, según la expresión de los eclesiásticos, porque si tendemos la vista no hay pueblo de la República que no esté agobiado por el peso de alguna peste”.
- ☠️ Ya para mediados del siglo XIX, la epidemia arrastraba unos 1.000 muertos en Italia, 2.000 en Francia, 3.000 en Inglaterra, 5.000 en España y… 13.000 en Buenos Aires.
El naturalista argentino Guillermo Enrique Hudson, en su cuento “Ralph Herne”, que transcurre en 1871, pintó así las callecitas porteñas:
“La sombra del Ángel Destructor se tendió sobre la ciudad del agradable nombre, cuando la diaria cosecha de víctimas eran arrojadas juntas —viejos y jóvenes, ricos y pobres, virtuosos y viles— para mezclar sus huesos en un sepulcro común; cuando el eco de los pasos interrumpía el silencio cada vez con menos frecuencia, como era antes durante la noche, hasta que las calles estuvieran desoladas y cubiertas de pasto”.
El párrafo final de Abad advirtió:
“Aunque a nuestras palabras se las lleve el viento y la municipalidad permanece aletargada por el cansancio de tantos asuntos que tiene entre manos, hemos de seguir machacando día a día hasta conseguir que el pueblo de Bahía Blanca, digno de mejor suerte, sea colocado a la altura que le corresponde”.
Un año después, en 1886, la epidemia desbordó las fronteras de Buenos Aires y apestó estas tierras.
El hospital militar no dio abasto y dejó de internar civiles. A la Comuna no le quedó otra que trasladar pacientes a una casa alquilada en la calle Undiano, entre Darregueira y Thompson, donde atendían a no más de 15 enfermos porque el lugar quedaba chico.
Por fin, el 14 de abril de 1887, por pedido del intendente Luis Caronti, el Concejo Deliberante aprobó la construcción del Hospital Municipal; tuvo el impulso de Leónidas Lucero, un médico jujeño egresado de la Universidad de Buenos Aires que llevaba 6 años acá.
El 9 de julio de 1888 los vecinos colocaron la piedra fundamental en una magnífica quinta de más de 2 hectáreas, rodeada de jardines, a 9 cuadras de la Plaza Rivadavia: en la actual calle Estomba, entre Bravard y Charlone.
En estos días, el cuadro de situación sobre la fiebre amarilla es bien distinto en esas habitaciones.
La epidemióloga Jorgelina Scuffi, de Región Sanitaria I, le cuenta a 8000 que no se han documentado casos: ni siquiera tras un brote disruptivo en 2008 en Misiones. Y nos recordó que existe una vacuna, recomendada para viajar a ciertos países donde todavía la peste, como decía El Eco hace 140 años, “cierne sus negras alas”.
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