Director de 8000
Dirigí lanueva.com entre 2004 y 2016. Durante demasiados años, una de mis tareas consistía en moderar comentarios. Es decir: debía leer un montón de puteadas y barrabasadas, oprobiosas faltas de respeto al idioma, muchas veces procedentes del anonimato impune.
Me deglutía el equivalente a una novela hedionda por día.
😵 Moderar implica intervenir antes de publicar el comentario, para evitar una ristra cloacal al final de cada artículo. Tuve una etapa en la que corregía hasta las comas… #TOC
En fin: era un trabajo insalubre, y considero que me liquidó un batallón de neuronas. Crimen de leso seso.
Pero también era un trabajo necesario: así se conservaba cierto decoro en el debate público, así se generaba un ámbito hospitalario para el intercambio. Y así se evitaban juicios contra el diario: ni uno cayó, nos retiramos invictos.
Y así, además, de vez en cuando aparecía alguna gema o un caso que nos movilizaba para hacer algo más que periodismo puro y duro.
🙋♂️ Un ejemplo: en 2011 llegó el mensaje de un pibe cuyo papá tenía Parkinson y la obra social no le pagaba el aparato que precisaba para no quedar paralizado y babeando. Expusimos el asunto, y al toque se destrabó todo.
Siempre me tomé muy en serio lo que piensan las gentes. Me interesa, y me parece indispensable. ¿Cómo no va a ser clave prestar atención a quienes pretendés servir, si la esencia de nuestro laburo es ser un servicio?
🎯 Acá en 8000 eso está en el centro: nuestra editora Belén Uriarte es líder de audiencias y comunidad desde el día cero. Te escuchamos y contestamos todo, como se debe.
🤗 Y aportamos lo que podemos: desde cómo reclamar por la basura hasta reflejar quejas contra ABSA o canalizar información que nos pasan, como hizo Lucas Martín esta semana con los 5 basquetbolistas de la Liga Inclusiva de Pacífico que jugaron para la selección nacional. #OrgulloBahiense
El 29 de mayo de 2014, en el sistema vetusto de lanueva.com (letra chiquita y blanca sobre fondo negro: jaquecas imposibles de gambetear) entraron unas líneas para una nota sobre Malvinas. Firmaba un tal Alfredo; manifestaba un respeto conmovedor por nuestros héroes de 1982 y los saludaba de bahiense a bahiense… y de soldado a soldado: Alfredo decía ser veterano de Vietnam.
No lo podía creer. ¿Un bahiense en la guerra más hollywoodeada de la historia? Historión.
Para dejar un comentario era obligatorio poner un correo electrónico. Enseguida le escribí a Alfredo.
Ese día no contestó. Y al siguiente tampoco. Entonces lo ubiqué en Facebook, y así empezó lo que terminó en una superproducción gestada entre las charlas con Alfredo vía Skype y el #beerstorming con mi equipo en la cervecería “Colonial” de Alem al 100. (Ni Skype ni la “Colonial” existen más: QEPD).
🍻 El procedimiento esencial del #beerstorming implica discutir ideas mientras corre la IPA, y tiende a ser un éxito de creatividad.
🎮 En esos encuentros se nos ocurrieron aportes notables (?) como una sección de videojuegos bélicos o una trivia con referencias locales:
—¿Quién ordenó el primer ataque a Vietnam?
Dámaso Larraburu.
Lyndon Baines Johnson.
Richard Nixon.
—¿Qué hacían con los deshechos en algunos campamentos?
Los quemaban.
Los separaban en bolsitas de colores para reciclarlos.
Los tiraban a la ría.
—¿Qué medio de transporte se usaba para rescatar soldados?
Micros de Bahía Sapem.
Subte.
Helicópteros.
—¿Dónde se produjeron los principales combates?
En el Paseo de las Esculturas.
En Saigón.
A la salida del club Universitario.
(Y sí, todo eso valió la pena. Y vale: lo lúdico puede sumar… siempre y cuando lo periodístico sea 100% sólido).
Las charlas con Alfredo siempre fueron muy amenas e interesantes. Sabía escuchar, recordaba pormenores, tiraba bromas. Y tenía ganas de hablar: se notaba.
Lo primero que le pregunté fue por Bahía, donde solamente vivió hasta los 5 años.
—Es una ciudad preciosa —me dijo.
—¿Y vos cómo sabés?
—Vi un montón de fotos, de vez en cuando me meto en Google Earth… ¿No sabés que acá en Estados Unidos tenemos satélites en todos lados? Cuidate con los calzoncillos que estás usando, jejejeje.
—¿Qué recordás de cuando eras chiquito?
—Los fondos de la casa que alquilaba mi familia daban a la pileta del club Olimpo… Mi madrina vivía enfrente, fabricaba pantalones y tenía 1 hija. Un día me fui a sentar en la mecedora de la nena y se me cerró en los dedos. Mi papá me llevó a comprar chupetines y de ahí fuimos caminando hasta el puente arriba de las vías del ferrocarril. Bahía me tira… Me encantaría volver.
Al detectar semejante nivel de dedicación y detalle, le propuse que escribiera unas memorias breves: para no contaminar su relato con preguntas.
A los pocos días me envió un archivo de Word: 13 páginas, 9.830 palabras, 58.450 caracteres en letra Calibri tamaño 9, más 29 fotos (algunas de ellas ilustran esta crónica). Comenzaba así:
Nací en Bahía Blanca el 21 de septiembre de 1944. Mis padres, Alfredo L. Ferraro, un furriel de la Armada Argentina, y mi madre, María Carmen Cortés, ama de casa.
A partir de ese texto seguimos charlando y charlando, ya con eje en la guerra: una guerra que no entendía ni le importaba y veía bastante lejos cuando se enroló en el Ejército norteamericano a los 19 años, en 1964.
—Fue como una acción de gracias por dejarme entrar en el país. A mí nunca me gustó el conflicto —explicó—. Hasta venir a los Estados Unidos me creía un nene de papá. Siempre sentí que mi padre me veía como un chiquilín.
🦅 Allá le empezaron a decir Al, y luego le adosaron Big Al por su metro 85 y sus más de 100 kilos.
Dado que se inscribió como voluntario por 3 años, pudo elegir su especialidad. Y eligió ser furriel: como su papá. Se trata del suboficial encargado del papeleo general; un oficinista guerrero.
Alfredo integró la Compañía 510° de Ingenieros y en abril de 1965 lo mandaron al frente:
—Pensé: “Bueno, me jodí”. Pero tenía la obligación; había dado mi palabra de honor y eso para mí vale mucho. Y lo vi como una oportunidad de decirle a mi viejo: “Acá también hay un Ferraro bien plantado”.
—¿A quién debías demostrarle más: a tu papá o a vos mismo?
—Ufff… Yo creo… creo que también era algo para mí. En esos momentos duros no sabés cómo vas a reaccionar. Siempre está el miedo, a menos que seas uno de esos tipos que tienen el ADN de hijo de puta, que no les importa si matan.
—¿Mataste?
—Sí. Bah, eso creo. Yo era experto en tiro. Mi padre me había enseñado con la 45 y además aprendí con el fusil…
📽 La guerra duró casi 20 años: 7.120 días, del 1 de noviembre de 1955 al 30 de abril de 1975. Estados Unidos la perdió en la jungla y la ganó en el cine.
Recién a principios de junio de 1966 Alfredo volvió, tras 12 meses y 4 días en tierra vietnamita.
—¿Tenés pesadillas?
—Duermo muy profundamente y no recuerdo los sueños. Tengo esa suerte. Pero mis 2 esposas me han dicho que algunas noches parece que peleo con alguien. Igual, soy de mente bastante fuerte.
—¿Recibiste asistencia psicológica?
—No. Nunca quise. No creo tener problemas. Considero que estoy bien… Yo era un hombre al que no le gustaban los animales y cuando volví no podía matar ni una mosca.
El 26 de julio de 1967, hace hoy exactamente 58 años, le llegó la baja. Tenía 22, y había pasado 1.095 días en el Ejército. Se retiró con el rango SP5, especialista de quinta clase, equivalente a un sargento.
📋 En mayo hice un pedido de acceso a la información para conseguir los documentos oficiales de Alfredo. El Gobierno norteamericano aún lo está “procesando”.
Apenas retornó a la vida civil, en New Jersey, se casó con Isabel, una argentina hija de armenios con la que se carteaba desde Vietnam. Pasaron juntos 29 años y tuvieron 2 hijos: Alex y Marissa.
Alfredo estudió computación y trabajó como programador en una empresa de ropa interior femenina, en un banco, en 2 automotrices; fundó una compañía dedicada a los accidentes laborales y creó un par de revistas en castellano (¡Mira! y Acción Deportiva). Se jubiló en 2009.
Más de 4 décadas después de la guerra, y ya con su segunda esposa Barbara Casey al lado, notó cosas raras en el cuerpo y fue al médico. Los análisis certificaron que había sido afectado por el agente naranja, uno de los químicos que rociaron los propios estadounidenses para devastar sectores selváticos y plantaciones del enemigo.
—No estoy joven —me comentó, luego de cumplir 70 años—, pero me siento bastante bien.
En 2016 me fui a Clarín como jefe de Calidad Digital, y de vez en cuando colaba alguna historia que quería contar: por ejemplo, una sobre cómo Boca estaba en la “B” y ascendió gracias al escritorio y otra sobre anécdotas graciosas de Malvinas escritas por nuestros infantes de Marina.
Pero la más novedosa salió en 2018 y el protagonista fue Héctor Nadal, otro argentino veterano de Vietnam.
🤕 Héctor era porteño y cargó en su mochila 2 campañas bélicas: la primera, del 6 de marzo de 1964 al 4 de marzo del 66 y la segunda, entre el 8 de abril del 68 y el 14 de abril del 69.
📸 Fue sargento del 27° Regimiento de Infantería y fotógrafo de guerra. Registraba la locura. El Pentágono censuró la mayoría de sus imágenes: así de tremendas eran.
🎖 Le otorgaron una medalla de bronce por su heroísmo en combate.
Héctor Nadal también padeció los efectos del agente naranja y del estrés postraumático: su correo electrónico combinaba la sigla en inglés de ese desorden mental y aquellos años de su segundo infierno: PTSD6869@aol.com.
Nunca volvió a nuestro país porque no podía ni subirse a un avión. Vivió un tiempo en las calles de San Francisco, solo, y murió el 13 de marzo de 2008. Tenía 65 años.
Alfredo me dio una mano para conseguir un par de papeles y verificar algunos datos sobre Héctor:
—Hay que darle una estrella a un compatriota que la pasó peor que yo.
👆 Eso planteó Big Al, que tenía problemas en el corazón (4 stents), en el hígado, en el páncreas y en los oídos; psoriasis, artritis, diabetes, parálisis del nervio ciático y pérdida de sensibilidad en el muslo izquierdo…
A fines de ese 2018 me contó que sumaba dolor:
—He puesto otro huevo en mi canasta de enfermedades causadas por el agente naranja: Parkinson… Me recetaron un remedio que ayuda a controlar los temblores. Lo tengo que tomar 4 veces al día.
Por entonces, Alfredo ya tragaba cotidianamente otros 13 medicamentos, incluyendo una inyección enorme que se aplicaba él mismo en la pierna arruinada.
Primero metió un chiste de vestuario masculino sobre el tembleque y su esposa, y después me dijo:
—Hay que seguir adelante, disfrutando y manteniendo el sentido del humor… Un abrazote, amigazo.
Seguimos en contacto, deseándonos felices cumpleaños y fiestas, hasta que en febrero de 2020 viajé a Estados Unidos: quedamos en vernos, por fin, y tomar un vino o algo. Pero en marzo explotó la pandemia y otra vez el encuentro se anuló. Como el mundo.
Durante un tiempito me olvidé de Alfredo, porque me cacheteaba una nefasta experiencia laboral en San Juan por culpa de un empresario bruto, acomodado, mentiroso y sobre todo, cobarde. Venía tratando de reacomodarme, entre la incertidumbre coronaviruseada y la soledad acompañada.
Una de esas noches tan amargas lo recordé, tal vez porque la lucha era mucha. Antes de escribirle, el improbable instinto me llevó a su perfil de Facebook… y vi que amigos y familiares lo despedían y pedían QEPD. Tampoco tuve consuelo.
El bahiense Alfredo Julio Ferraro falleció a los 75 años, el 18 de mayo de 2020, en un hospital de Chattanooga (estado de Tennessee).
Los registros indican que sus restos descansan en el cementerio de Kane (estado de Illinois).
🤨 Esto me sonó rarísimo. Según el último censo, Kane es una aldea de 438 habitantes (el 96,35% son blancos y no hay ni un negro)… Y queda a unos 830 kilómetros de la casa de Alfredo en Trion (estado de Georgia).
👀 El cementerio ese ni siquiera aparece marcado en los mapas de Google: debí recorrer cuadra por cuadra, con la ayuda del tipito amarillo Juan Roberto Street View. Y ahí está, en una llanura campera parecida a la que tenemos por acá:
🤔 No pude ubicar la lápida de Alfredo, pero. Consulté al Departamento de Asuntos de Veteranos del Gobierno estadounidense, y me lo confirmaron: ahí está, por decisión del “familiar más cercano”.
En nuestras laaaaaargas charlas tocamos incluso la muerte, aunque Alfredo jamás mencionó algo parecido a Kane…
Me vi obligado a la incomodidad de preguntarle al familiar más cercano: su segunda esposa Barbara Casey, estadounidense, escritora y agente literaria.
Antes la googleé, por las dudas: ella es de 1944 como Big Al y quise cerciorarme de que podía contestar. No hallé ninguna noticia desalentadora, y noté que en su página profesional figura el copyright actualizado a 2025.
Ya que estaba, también recorrí la biografía de Barbara: arranca diciendo que nació en Carrollton, que es una localidad… del estado de Illinois… a 15 kilómetros de Kane…
Y ya que estaba, me metí en la lista de sus libros, porque uno nunca sabe, y… el décimo se titula… The House of Kane…
No podía ser una simple coincidencia, ¿no?
Y no:
—Mi novela toma el nombre del pequeño lugar que visitaba cada verano cuando era niña —me responde Barbara—. Tengo muchos recuerdos maravillosos…
Tanto la familia de su padre como la de su madre proceden de ese pueblito:
—Y a lo largo de las generaciones, mis parientes han sido enterrados en el cementerio de Kane. Al está ahí. Y cuando yo me muera, también estaré ahí.
La producción sobre Alfredo Ferraro se publicó en La Nueva Provincia el domingo 23 noviembre de 2014.
La versión digital se montó en un micrositio que incluía mapas, audios, videos, aquella trivia juguetona y otros materiales complementarios.
🏅 Ganamos un premio Adepa en la categoría cobertura multimedia.
📁 En el papel salió tipo suplemento: acá lo tenés en PDF.
El texto empezaba con esta escena:
En la mañana del 27 de julio de 1964 el bahiense Alfredo Julio Ferraro, de 19 años, se presentó en la oficina de reclutamiento del Ejército norteamericano en Newark, New Jersey, y solemnemente y en perfecto inglés hizo el juramento ese de las películas, que termina invocando la ayuda de Dios.
318 días más tarde pisó Vietnam para pelear en una guerra que no entendía y nunca estuvo en sus planes.
—Y nada de “¡Oh, Dios, salvame!” —dice Alfredo medio siglo después, a los 70 años y con un inoxidable acento argentino—. Fui a colegios católicos y era creyente hasta cierto punto. Pero estar bajo fuego no me hizo más religioso: buscaba el árbol más gordo para esconderme atrás.
Alfredo decidió esconder semejante historia durante casi medio siglo.
—Nunca la había contado —me dijo en 2014—. Ni a mis esposas…
—¿Por qué?
—No sé. Nunca tuve el deseo ni pensé que era algo extraordinario. Y no me gusta vanagliorarme de nada. Vos sos la primera persona a la que le doy un relato de todo.
—¿Por qué?
—Qué sé yo. Me abriste la puerta y fue una manera de desahogarme un poco.
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